En junio de 2018, un equipo infantil de fútbol y su entrenador fueron a pasear a una cueva en Chiang Rai, Tailandia. Problemas climáticos llevaron a que la entrada se inundara, dejando al grupo atrapado en el corazón de la cadena montañosa. El rescate llevó dos semanas, teniendo que intervenir expertos de otras partes del mundo para lograr rescatar a esos chicos de entre 12 y 16 años con vida.
Este episodio -cuyas alternativas recorrieron el mundo- inspiró al director Tom Waller a recrearlo, y en el camino rendirle un homenaje a aquellos que arriesgaron (y dieron) su vida en la acción. Sin embargo, es en ese espíritu celebratorio donde Milagro en la cueva pierde el rumbo.
En pos de aferrarse a los hechos -lo que llevó a incluir a varios de los protagonistas de la hazaña, interpretándose a sí mismos-, el guion desdeña cualquier intención de construcción dramática. En sus poco más de cien minutos, el film, se apura a relevar puntillosamente la crónica de lo sucedido, resignando en el camino el desarrollo de los personajes, sus problemáticas y motivaciones. Como es de esperar, esto redunda en una inevitable falta de identificación y compromiso emocional del espectador, no solo con los protagonistas sino también con el hecho en sí.
Se esboza brevemente algún apunte crítico hacia la burocracia o hacia ese político de turno que llega, saluda y se va, al mismo tiempo que se destaca el compromiso de la gente común. Sin embargo, tanto una cosa como la otra se mantienen en un plano abúlico que merma cualquier posibilidad de emoción.
Quienes recuerdan el hecho probablemente conecten con aquello que sintieron entonces, y experimenten un entusiasmo mayor por Milagro en la cueva. El resto seguramente empatice con el caracter verídico de la historia, pero no tanto con su resultado cinematográfico.