Las películas de Peter Berg (las últimas, por lo menos) son objetos de un cálculo y una precisión infrecuentes. No me refiero a Battleship: Batalla naval ni a una buena parte de El sobreviviente, donde un tono exagerado y un poco grueso toma la escena, recordando por momentos a la épica hiperbólica de colores saturados del cine de Michael Bay. Milla 22: El escape, justamente, empieza como una película de Bay; un montaje acelerado yuxtapone dos líneas temporales: en una se narra el inicio de una operación de inteligencia, mientras que la otra transcurre después y tiene a uno de los protagonistas comentando retrospectivamente los hechos. El relato no devela el resultado de la misión y trata de jugar con ese misterio, pero las irrupciones de James Silva (Wahlberg), en tono canchero y dando cátedra sobre los mecanismos insondables del poder, arruinan cualquier posible intento de retratar el mundo material de los personajes; un mundo gobernado por el secreto, la tecnología de punta y una rígida jerarquía que la película introduce mal y a los tumbos porque todo el tiempo trata de darle espacio a Silva y a sus frases hechas. No se sabe bien qué busca el director con eso, por ahí escandalizar al espectador develándole un fragmento de la complicada trama de fuerzas en pugna que subyacen bajo la fachada de los Estados y la diplomacia. Una tontería con pretensiones, bah. La buena noticia es que de a poco, casi sin que nos demos cuenta, de esa película un poco atolondrada surge otra, esta sí, pareciera, del mejor Berg; una película que se fija con atención en la realidad física de sus personajes, en la tensión que los cuerpos y los rostros acumulan durante la misión, en los músculos que se mueven frenéticamente, en la liberación de energía y miedo que sobreviene al inicio de los enfrentamientos. Pero Milla 22 es como un caleidoscopio que deja ver cosas distintas en diferentes momentos: el grupo debe custodiar a un informante de la policía local que pide asilo en Estados Unidos a cambio de las coordenadas para encontrar cargamentos de cesio. Del suspenso del principio, el trayecto se se transforma en una trampa llena de peligros, disparos, bombas y vehículos: la violencia y la velocidad de la acción es tal que hace acordar a otra película, a Mad Max, que hacía de una persecución eterna un subyugante ballet de destrucción donde las imágenes, a fuerza de montaje y movimiento, devenían casi abstractas, como si lo que hubiera no fuera una serie de escaramuzas mortales en un desierto sino una colisión de formas, de planos y de sonidos. La adrenalina del conjunto es potenciada todo el tiempo por un Mark Wahlberg de una energía descomunal que parece haber aprendido con Bay a utilizar en su favor el desborde interpretativo como pocos (seguramente haya sido en Sangre, sudor y gloria, que seguro sea la película más libre y vital de Bay). El tipo vive nervioso y preparado para la acción, no se permite ni un segundo de respiro: el relato explica a su protagonista con un autismo infantil, pero más allá de este psicologismo, es sencillo reconocer en Silva a otros personajes interpretados por Wahlberg, todos soldados, policías o agentes exaltados, fuera de sí, que van sembrando el caos por las escenas. Berg, que viene trabajando con Wahlberg desde hace varias películas, sabe que ese registro actoral se adapta sin problemas tanto al drama como a la comedia y le regala al comienzo algunos gags para un breve lucimiento personal. Fuera de esos momentos, Silva pertenece a la insigne estirpe de los hombres fuertes solos y monotemáticos cuya vida gira exclusivamente alrededor de su trabajo: un plano fugaz, uno de los más inteligentes de la película, muestra velozmente a Silva en su casa mirando las noticias; el lugar es chico, solo hay un televisor y armas y gadgets revoleados por el suelo; al lado del televisor, un rifle quedó apoyado contra la pared. Una clase de narración: cómo contar la vida de un personaje solo con tres planos de su casa.
Por algún motivo, Berg permite que aparezcan, además, brotes de una película de artes marciales algo torpe: las peleas a cargo de Iko Uwais, pobremente filmadas, con muchos planos que impiden que el actor haga sentir su destreza, confirman que el director está fuera de su territorio; las secuencias con Uwais revoleando patadas y acrobacias hacen pensar que alguna película como The Raid (con Uwais) se coló sin avisar en la trama del thriller de espionaje. La persecución termina, finalmente, con una buena dosis de realismo, sacrificios y combates espectaculares, pero es seguida por una vuelta de tuerca inconducente. Milla 22 está lejos de la precisión de obras maestras como Horizonte Profundo o Detroit: Zona de desastre (ignorada por la crítica local), pero la película exhibe sin embargo algo de la habilidad de Berg para volver creíble e interesante, que no es poca cosa, el universo inverosímil de estos tipos muñidos de las mejores armas y dispositivos tecnológicos del planeta.