Una de acción, pero en la era Trump
Todo es ojo por ojo en esta película en la que los rusos vuelven a estar en el foco de la tormenta. Pero más allá de que el director tiene fama de conservador que ensalza a los Estados Unidos, aquí los buenos no son tan buenos, ni los malos, tan malos.
Señoras y señores, volvieron los rusos. Nunca se fueron, en realidad, pero con Milla 22 regresan al viejo y querido rol de némesis de los norteamericanos luego de casi veinte años en los que el mefistofélico enemigo a combatir vestía turbantes, hablaba árabe y empuñaba AK-47 desvencijadas. Aquellos tiempos pos 11-S empiezan a quedar atrás, abriendo las puertas a la gente del país de Putin para que nuevamente sobrevuele –literal y metafóricamente– los primeros planos del cine de acción en esta nueva colaboración del realizador Peter Berg con Mark Wahlberg, una comunión artística que con ésta ya suma cuatro películas consecutivas con uno detrás de cámara y el otro delante. En todas el actor interpreta a laburantes que intentan hacer su trabajo de la mejor forma posible, con la notable –y absolutamente sobrevalorada– Horizonte profundo como ejemplo más depurado. Al cine de Berg se lo ha tildado de conservador y derechoso por ensalzar a los Estados Unidos como vigilantes del mundo y cultores insobornables de la paz mundial, la libertad y la democracia. Pero, ¿qué pasa cuando la bondad de sus protagonistas muta en locura? ¿Y si los buenos no son tan buenos ni los malos, tan malos?
Sucede algo poco habitual en Milla 22, y es que su personaje central está bien lejos del carácter bonachón y noble del “hombre que pelea por la patria”. Al contrario, James Silva (Wahlberg) es un agente desquiciado y agresivo al que sus compañeros definen como “neurótico”, “obsesivo compulsivo” y “bipolar”. El director de Hancock toma la sabia decisión de aplicar ese carácter a toda la película, convirtiéndola en una larga sucesión de peleas frenéticas –pero no confusas: Berg tiene, junto con Jaume Collet-Serra, uno de los mejores pulsos contemporáneos para las secuencias de acción– y violentísimas donde cada golpe se devuelve con otro golpe sin pensar demasiado. Quizá la primera película de acción abiertamente “trumpeana”, todo es ojo por ojo y diente por diente en esta creciente espiral de locura que explota en una última media hora que entrevera el exceso estilizado de Tony Scott con un montaje veloz en la línea de Michael Bay, con la salvedad que aquí se entiende quién pelea contra quién y es posible ubicarse geográficamente en los distintos escenarios.
La primera secuencia es sintomática de todo lo anterior. Allí un grupo paramilitar que opera fuera de los radares oficiales y al margen de la ley (más del otro lado que de éste) entra a una casa con el objetivo de boletear a todos sus locadores, una familia que en realidad son infiltrados del servicio secreto ruso. Todo ante la atenta mirada desde un centro de operaciones hi-tech de un jefe tanto o más extremista que sus súbditos (John Malkovich, mágister en el arte de la locura y el desajuste) y que emite la orden de que no quede nadie vivo. Una orden que se respeta a rajatabla rematando a los sobrevivientes con un tiro en la cabeza. Los créditos iniciales funcionan como recorrido por el expediente médico de Silva, reforzando así la idea de que lo suyo no es amor a la patria ni a Dios ni al Tío Sam, sino lisa y llana locura.
Corte a unos meses más adelante, con el grupete afincado en un país ficticio del sudeste asiático. Ficticio e innominado, porque aquí la única referencia ubicable en el mapa –y el renacido fantasma de la era Trump, desde ya– es Rusia. Hasta la base de operaciones llega un policía díscolo con información sobre la ubicación de varias bombas de cesio cuyas explosiones dejarían agujeros donde ahora hay grandes ciudades. El arrepentido (el indonesio Iko Uwais, conocido por La redada) quiere, a cambio, asilo en Estados Unidos. Chequeo va, chequeo viene, parece que la información es auténtica, por lo que el objetivo será trasladarlo a un aeropuerto ubicado a la distancia del título. Nada fácil cuando detrás está la policía local totalmente sacada y con ánimos de boletear al soplón. Casi como una carrera de obstáculos, el recorrido los lleva incluso a parapetarse en un monoblock donde cada piso implica más dificultades, siguiendo así una lógica de videojuego muy similar a la ya mencionada La redada pero con el acelerador todavía más a fondo.