Inspirada en la propia historia del realizador, la propuesta, ganadora del Gran Premio del Jurado en Sundance, está plagada de lugares comunes y estereotipos, sin salir de su zona de seguridad y logrando sólo por momentos, trascender la pantalla.
A los primeros minutos de Minari (2020) las imágenes que se suceden remiten a producciones animadas del Studio Ghibli, teniendo en los estilizados trazos de, por ejemplo, Hayao Miyazaki, el más claro referente, pero también en la épica que atraviesa la presentación de los protagonistas, seres nómades, desarraigados, que deberán enfrentar un drástico cambio en pos de conseguir un mejor futuro.
Así, una joven pareja, con sus dos pequeños hijos, llegan a un perdido pueblo de la América profunda, esa donde el dinero escasea, el agua es uno de los bienes más preciados, y los secretos ancestrales de la cultura oriental sólo sirven para aferrarse al recuerdo de aquello que no se tiene más.
En la encarnadura de estos personajes protagónicos, donde el lugar común prima, la idea de sacrificio para cumplir sueños, funciona como motor impulsor de la narración, pero que por acumulación resiente la potencia con la que se quiere relatar los sucesos cuasi biográficos.
Lee Isaac Chung habita el relato con respeto, con una progresión que reposa en un guion clásico con sus tres actos marcados a fuego, remitiendo, por momentos a propuestas como Viñas de ira, en ese afán de emular sin proponer algo nuevo, el derrotero de un hombre que con sus propias manos quiere moldear la vida de su familia.
La irrupción de la irreverente abuela (Youn Yuh-jung) descomprime la incisiva propuesta del guion de apelar a golpes bajos, en donde la crisis matrimonial por el presente lejos del idilio de otros tiempos, la enfermedad de uno de los hijos, y la escasez de recursos, son los temas subyacentes en la trama.
La llegada también de un “empleado” (Will Patton) para ayudar en las tareas rurales, con ideas un tanto desafortunadas, pero con humor y la sabiduría de los excluidos del sistema, revierten de la lágrima fácil de una propuesta que claramente conoce del cine clásico, que utiliza elementos como el fuego, la tierra y el agua para santificar, castigar y reconstruir, pero que no logra escapar de la propia falta de profundidad que requiere para persuadir al espectador.
Correcta en cuanto puesta y manufactura técnica, no hay mayores puntos destacables en este relato predecible, que sólo por algunos momentos permite conectar, más allá de la adaptación de la familia, con ese idílico estadio de la vida de los infantes, en donde un trago de Mountain Dew o ir a dormir a la casa de un amigo, pueden ser el mejor plan para evadir la dolorosa realidad que en el seno familiar se vive.