La ratonera (1952) es una obra de teatro escrita por Agatha Christie. Viniendo de quién viene, no hay que ser un genio para imaginar que se trata de un policial del subgénero whodunit, es decir, de un relato centrado en descubrir quién de los presentes cometió un crimen ocurrido generalmente en ámbitos cerrados como vehículos o, tal como ocurre en Mira cómo corren, un teatro.
En ese sentido, la película del realizador británico Tom George funciona como una “mamushka de whodunit”. Ocurre que, durante la celebración de las 100 primeras funciones de la obra en un teatro de West End londinense con todo el elenco y los ejecutivos presentes, entre ella la mismísima Christie, es asesinado el director estadounidense a cargo de la futura adaptación cinematográfica Leo Kopernick (Adrien Brody), cuyo cuerpo aparece sin lengua sobre un sillón en el escenario.
La idea de un whodunit dentro de otro es acorde a un film metadiscursivo y plenamente consciente de su linaje, que completa la inevitable dosis de suspenso ante la incógnita de quién es el asesino con un humor provisto por personajes más propios de la comedia que del policial. Ver sino la joven y entusiasta policía Constable Stalker (Saoirse Ronan), siempre excitada ante la que parece ser la oportunidad para acceder al cargo de detective.
Ella hará las veces de asistente del detective Stoppard, a cargo de un Sam Rockwell de bigote tupido y especialista en interpretar hombres torturados por su propia historia. Pero la historia de Stoppard importa menos que la inteligencia de un guion que, como suele ocurrir en este tipo de películas, siembra pistas falsas, señala sospechosos que al final no lo son y establece un pilar fundacional en el poder de la retórica, todo con un tono lúdico y ligero.