Hace cinco años pasó por la cartelera comercial Cuando ellas quieren, que mezclaba toques de romance con los tópicos habituales de las “comedias geriátricas”, esas películas centradas en personajes veteranos que, liberados de las responsabilidades familiares y laborales, se disponen a hacer todo aquello que nunca pudieron. En el caso de las cuatro protagonistas de aquella película, el tema era cómo encender el deseo sexual, una inquietud surgida luego de compartir sus opiniones sobre la saga Cincuenta sombras... en la reunión mensual que organizaban para comentar libros de todo tipo. La secuela arranca con ellas sin poder encontrarse, dado que la pandemia ha cortado toda posibilidad. Una vez que la COVID-19 retrocede y permite retomar algo parecido a una rutina social, Diane (Diane Keaton), Carol (Mary Steenburgen), Vivian (Jane Fonda) y Sharon (Candice Bergen) deciden que ya es hora de poner en marcha un viejo sueño comunitario tomándose unas buenas vacaciones en Italia. Dado que las chicas tienen una posición económica envidiable, que nadie espere hostels con baño compartido ni comida callejera. Todo aquí es de un lujo abrumador, y nada puede aguar el descanso. Si hasta el robo de las valijas es una situación que pasa como si nada; total, pueden comprarse un nuevo guardarropa entero. La película acompaña a esas mujeres durante un viaje de ensueño en el que no faltarán comidas dignas de una última cena, visitas a lugares históricos, amantes ocasionales y diversos pasatiempos turísticos. De allí, entonces, que el film prodigue planos aéreos dignos de la publicidad de alguna aerolínea. En medio de todo eso se desarrolla una trama muy endeble que se centra principlamente en Vivian, quien siempre se ha vanagloriado de su soltería, pero ahora está enamorada de un viejo amor de la juventud. El resultado es una feel good movie apolillada que se olvida poco después de salir de sala.
La ratonera (1952) es una obra de teatro escrita por Agatha Christie. Viniendo de quién viene, no hay que ser un genio para imaginar que se trata de un policial del subgénero whodunit, es decir, de un relato centrado en descubrir quién de los presentes cometió un crimen ocurrido generalmente en ámbitos cerrados como vehículos o, tal como ocurre en Mira cómo corren, un teatro. En ese sentido, la película del realizador británico Tom George funciona como una “mamushka de whodunit”. Ocurre que, durante la celebración de las 100 primeras funciones de la obra en un teatro de West End londinense con todo el elenco y los ejecutivos presentes, entre ella la mismísima Christie, es asesinado el director estadounidense a cargo de la futura adaptación cinematográfica Leo Kopernick (Adrien Brody), cuyo cuerpo aparece sin lengua sobre un sillón en el escenario. La idea de un whodunit dentro de otro es acorde a un film metadiscursivo y plenamente consciente de su linaje, que completa la inevitable dosis de suspenso ante la incógnita de quién es el asesino con un humor provisto por personajes más propios de la comedia que del policial. Ver sino la joven y entusiasta policía Constable Stalker (Saoirse Ronan), siempre excitada ante la que parece ser la oportunidad para acceder al cargo de detective. Ella hará las veces de asistente del detective Stoppard, a cargo de un Sam Rockwell de bigote tupido y especialista en interpretar hombres torturados por su propia historia. Pero la historia de Stoppard importa menos que la inteligencia de un guion que, como suele ocurrir en este tipo de películas, siembra pistas falsas, señala sospechosos que al final no lo son y establece un pilar fundacional en el poder de la retórica, todo con un tono lúdico y ligero.
Originalmente prevista para julio de 2020, esta producción de Illumination Entertainment es el último de los tanques con estrenos postergados por la pandemia que llega a los cines de todo el mundo. Teniendo en cuenta que estamos ante una nueva entrega de una de las sagas más exitosas de la historia en la Argentina (Mi villano favorito convocó a 580.000 personas en 2010; Mi villano favorito 2, a 2.620.000 en 2013; Minions, a 4.935.000 en 2015; y Mi villano favorito 3, a 3.835.000 en 2017) la incógnita pasa por si esta precuela podrá repetir en las vacaciones de invierno de julio el inmenso suceso de sus cuatro predecesoras, que ya acumulan casi 12 millones de espectadores. Entre las propuestas infantiles de las vacaciones de invierno de 2010 –una de las más exitosas en la taquilla argentina– estuvo Mi villano favorito, que sorprendió al recaudar más de 500 millones de dólares en todo el mundo. Con dos secuelas que estuvieron al borde de duplicar esa cifra y un spin-off, Minions (2017), que ingresó al selecto grupo de películas que quebraron la barrera de los mil millones, la saga continúa expandiéndose con esta precuela que indaga en la infancia de Gru. Esa infancia transcurre a mediados de la década de 1970, cuando el hombrecito de nariz ganchuda cursa en el colegio mientras sueña con, de grande, ser un villano temible. Siempre en compañía de las criaturas amarillas del título, sus “ídolos” son los seis supervillanos que integran el grupo Vicio6 y acaban de robar una piedra mágica que piensan usar para atacar a los referentes de la Liga Anti villanos durante la noche del Año Nuevo Chino. Menuda sorpresa se lleva Gru cuando el grupo lo convoque para una entrevista y evaluar su incorporación. Pero su performance durante la charla no es la mejor y lo rechazan, razón por la que alista su ejército de Minions para poner en marcha un estrafalario plan para hacerse de la piedra. Poco importa esa trama en una película cuyo centro gravitacional humorístico son los pequeños humanoides vestidos con mono y gafas. Que ellos hablen un idioma desconocido, balbuceando apenas algunas palabras en inglés, permite que los directores Kyle Balda, Brad Ableson y Jonathan del Val apuesten a un humor puramente gestual y a un diseño visual pleno de colores. Sin guiños ni nada que busque congraciarse con el público adulto, Minions: Nace un villano es una película infantil a la vieja usanza, pensada pura y exclusivamente para el disfrute de los más pequeños.
El director de Loco corazón (2009), La ley del más fuerte (2013), Pacto criminal (2015) y Hostiles (2017) incursiona por primera vez en el folk horror con esta historia acerca de una particular familia afectada por una maldición indígena luego de ingresar a una mina de carbón hoy abandonada y que en su momento supo ser el principal sustento económico del pueblo de Oregón donde transcurre la acción. No toda la familia, en realidad, ya que el hijo menor, Lucas (Jeremy T. Thomas), logra mantenerse a salvo. El problema es que ha quedado solo al cuidado de su padre y hermano, a quienes mantiene encerrados en un cuarto de la casa por pedido del padre, que en sus últimos momentos de lucidez le pidió que, pase lo que pasare, no lo deje salir. Lucas carga una valija de soledad y angustia que nadie parece notar, salvo su profesora Julia (Keri Russell), cuyo hermano (Jesse Plemons) no es otro que el sheriff del pueblo. Desde ya que cada uno arrastra sus propios traumas infantiles, los mismos que vuelven cuando empiezan a aparecer varios cadáveres en la zona. Pero la película no pone tanto el foco en lo terrorífico –quienes esperan una sumatoria de sustos, que por favor pasen de largo– como en el dolor tanto de Lucas como de su familia. Son criaturas monstruosas que sufren y padecen una maldición a conciencia. No por nada el productor es Guillermo del Toro, todo un especialista en dotar de carnadura a sus “monstruos”. Cooper intenta continuar esa línea, aunque con resultados dispares: hay una impronta gélida en su aproximación a lo que narra que termina confabulando contra el torrente de emotividad que circula por el interior de la película.
Mientras El protector (The Marksman) desembarcó hace pocos días en Netflix, una nueva película con el prolífico e incansable Neeson llega a los cines de Argentina. Liam Neeson continúa explotando el arquetipo de héroe de acción que viene desarrollando desde la impensadamente exitosa Búsqueda implacable (2008). Lo hace con otra película que lleva “implacable” en el título local y en la que interpreta la típica criatura neesoniana: alguien habituado a moverse en un contexto de violencia y/o delincuencia que intenta torcer su destino remendando errores. El problema, como siempre, es que esos errores lo obligan a volver a la acción. El ladrón honesto del título original se llama Tom Carter y ha dedicado varias décadas a robar bancos. Un ladrón a la vieja usanza: limpio, de perfil bajo, silencioso, invisible. Tanto es así que la policía no tiene ni una pista que la dirija hacia él. Pero Carter, enamorado por primera vez su vida, no solo decide que ya ha delinquido lo suficiente, sino también entregarse a la policía para cumplir su pena y devolver cada dólar robado. Cuando llama al FBI, ningún agente cree que ese hombre sea el ladrón, hasta que señala una baulera donde supuestamente hay varios millones de dólares guardados. Menuda sorpresa se llevan los dos agentes cuando comprueban que, efectivamente, decía la verdad. Pero ellos, en lugar de notificar el hallazgo, deciden quedarse con ese dinero. Y más: empiezan a extorsionar a Carter para conseguir el resto. A partir de esa anécdota, que requiere suspender todo atisbo de credulidad, Venganza implacable se erige como un thriller de acción demodé, un remedo tardío de las películas que en los años ’90 protagonizaban Andy Garcia y Richard Gere. Carter terminará aliado al jefe del FBI para dar con los malechores, trabando una relación atravesada por la ética y el respeto. Carter, entonces, como un ladrón honesto y de buen corazón.
Guy (Ryan Reynolds) es la persona más feliz del mundo. O, al menos, de su mundo: una pequeña ciudad hiperviolenta donde los comportamientos de todos y todas se repiten con precisión relojera. Por ejemplo, cada día, siempre a la misma hora, una vecina llama a su gato perdido. Algo raro hay en esa dinámica. Pero a Guy no le importa, y cada mañana se pone el uniforme de cajero bancario para atender a cada cliente con su mejor sonrisa de publicidad de dentífrico. Hasta a los ladrones que usualmente vacían la caja fuerte les sonríe. Sucede que Guy, en realidad, es un “extra” dentro de un videojuego estilo Grand Theft Auto al que los usuarios “reales” ingresan para circular con sus avatares digitales. Como en The Truman Show, el protagonista de Free Guy debe enfrentar su destino hasta entonces manipulado. Lo hace utilizando a su favor el “error” de programación que permitió que estuviera ahí, alertado por una misteriosa chica que no es otra que una de las programadoras. Sucede que, en realidad, el error no fue tal, sino una parte del juego diseñada por un empleado de poderosa empresa de programación que robó su jefe (Taita Waititi), un villano al que solo le interesa el dinero. Un producto surgido de la cantera de Disney (vía Twentieth Century Studios) mostrándose crítico con las corporaciones: la coherencia, te la debo. Pero el director Shawn Levy, como buen veterano del cine familiar (fue el responsable de Una noche en el museo y Gigantes de acero, entre otras películas), se mueve con soltura por el terreno de la comedia leve, imprimiendo una cercanía notoria con su protagonista. Guy es un tipo querible, y es casi imposible no “hinchar” por él cuando se enfrente a los obstáculos que pongan en su camino para intentar borrarlo. El resto es conocido: un despliegue visual apabullante, un ritmo narrativo que no decae y, claro, las puertas abiertas para una secuela.
Parece que ya no hay proyectos para viejos actores más que los autoparódicos regresos de la "Vieja Guardia". Aquí, Pacino -cuyo personaje sale de la cárcel después de cumplir una condena de 28 años-, su amigo Walken (que está obligado a matarlo para cumplir con la venganza de un mafioso) y Arkin (que aparece bastante poco en pantalla) son los antihéroes del relato (apenas llevadero) en el que tomarán Viagra para tener sexo con prostitutas, robarán un auto deportivo y andarán a los tiros por allí. Hay algo orgullosamente grasa (bienvenido sea) en la propuesta, que no se atiene a los dictados del buen gusto, pero la cosa no va mucho más allá del "concepto" de los veteranos retomando la acción. Los tres aportan lo suyo con la profesionalidad de siempre y por allí deambulan las actrices en papeles menores y estereotipados. Es que esto es cosa de hombres (viejos). Los buenos muchachos están vivitos y coleando.
El color del dinero En su más que interesante debut como guionista y director, J. C. Chandor hace un inteligente trabajo para exponer -desde la perspectiva de los propios ejecutivos de Wall Street- las dimensiones y alcances (tanto humanos como económicos) de la crisis financiera de 2008. El film describe un día (y una noche) de furia en el seno de una poderosa corporación que está demasiado cerca del colapso. Chandor denuncia la codicia del título (de estreno en Argentina) y la falta de escrúpulos de los players con bastante rigor, mostrando la dinámica demoledora en la toma de decisiones cuando el tiempo apremia y las pérdidas deben ser disimuladas y/o traspasadas. Diálogos contundentes (el film fue nominado con justicia al Oscar al mejor guión original), sólidas actuaciones dentro de una estructura coral, tensión creciente y un tono casi alucinatorio conforman la propuesta de Chandor, quien sólo en un par de momentos cede a las convenciones de la corrección política y apela a lugares comunes (¡qué fijación tiene el cine norteamericano con los perros a la hora de exponer las contradicciones íntimas de sus personajes!). El thriller económico sobre las miserias de los grupos de poder se han convertido en uno de los subgéneros más transitados por la producción estadounidense “seria”. En muchos casos, ha servido para que los artistas “denuncien” los abusos y “laven las culpas”. En este caso, El precio de la codicia se sostiene por méritos propios. Es una película que desentraña una operatoria feroz y desalmada con las armas más genuinas del cine: la narración, los diálogos y las actuaciones. Vale la pena.
Apenas un bocadito de cine Los tiburones, las pirañas, los cocodrilos y demás devoradores nos han regalado regocijantes e impactantes momentos de terror (gore) clase B. Las imágenes de esculturales bañistas atacadas por hambrientas criaturas constituyen, ya, una estampa clásica del cine de género. En esa línea, esperábamos de Terror en lo profundo otra "simpática" entrega de sadismo y humor negro, ahora potenciada por les efectos 3D. Error. Este film del director de Destino final 2 y 3, Terror a bordo y una pequeña joya llamada Celular no es más que una acumulación (hasta el hartazgo) de lugares comunes de este subgénero que no ofrece una sola idea original, un solo plano logrado. Berreta, grasa y previsible como pocas películas de los últimos tiempos, tiene como protagonistas a un grupo de chicos lindos universitarios que viajan a una casa junto a un lago de agua salada y, poco a poco, serán víctimas de los tiburones diseminados allí por un par de malvados/perversos. Ni los efectos visuales, ni los animatronics, ni el 3D ni mucho menos las actuaciones alcanzan aquí al estándar mínimo al que nos tiene acostumbrado el cine norteamericano. Todo es muy pobre. Esta vez, los tiburones nos regalan un mísero bocadito de cine.
El tiempo es dinero (y vida) Actores carilindos ideales para el marketing, una premisa potente y ganchera (en el futuro cercano las diferencias sociales están signadas por el tiempo que cada uno pueda comprar para mantenerse con vida) y un director con antecedentes en la ciencia ficción como el creador de Gattaca (además, coguionista de la emblemática The Truman Show). Sin embargo, tras las bellas presencias de Timberlake y Seyfried, del ingenio de la propuesta inicial con sus punzantes pinceladas sobre la sociedad que se nos viene y de la tensión contrarreloj que propone Niccol se esconde un film que resulta en su segunda mitad bastante elemental y anodino. Una pena.