Liberación e independencia
Caroline tiene prácticamente todo lo que una mujer francesa de clase media-alta con flamantes 60 años a cuestas podría querer: un marido que la corresponde con devoción, hijas ya asentadas en la adultez, un departamento confortable y mucho tiempo para invertir en sí misma. Pero algo le falta, y ni siquiera ella sabe muy bien qué es. Dentista durante décadas, sus hijas le regalan una inscripción a un club de jubilados para que socialice con sus pares y profesores. Por uno de ellos, el de informática, siente una atracción particular que más pronto que tarde se convertirá en affaire. Así están planteadas las cosas en Mis días felices, que llega a la cartelera comercial luego de su paso por el ciclo de preestrenos Les Avant-Premières.
Dirigido por Marion Vernoux, conocida aquí por Nada que hacer (1999) y la coral Reinas por un día (2001), y basado en un libro de la aquí coguionista Fanny Chesnel, el film seguirá la relación entre ambos (Fanny Ardant y Laurent Lafitte), desde las idas y venidas iniciales hasta la concreción física del amorío y las reacciones posteriores, encuadrándose así dentro de dos de las recurrencias más habituales del cine francés -o al menos del que llega comercialmente hasta estas tierras- como son la exploración de la clase más acomodada y la reacción de los vínculos familiares ante la irrupción de un factor que amenaza su statu quo.
Una de las primeras particularidades del film es que ese factor amenazante está encarnado por un personaje ambiguo y mujeriego, para quien el sexo es un juego basado en la mera acumulación anecdótica antes que en cualquier atisbo de sentimiento. Así, a través de la esa lógica puramente pasional, Vernoux tuerce la lógica culpógena de la protagonista aplicándola sólo a las potenciales consecuencias sobre el marido antes que a la infidelidad en sí, evitando además juzgarla. Mis días felices, entonces, resulta una película tan libre como su protagonista.