Placeres crepusculares
Típica comedia dramática crepuscular de pura cepa francesa, Mis días felices, de Marion Vernoux, tiene algunos de los encantos de este género particular, pero también sus berretines. Entre los encantos sobresale la presencia de Fanny Ardant, que con sus 60 y largos se encarga de dejar bien claro que difícilmente la historia del cine vuelva a tener una generación de actrices con el talento, la elegancia y la sensualidad que sólo las divas del cine francés de las décadas de 1960 y 1970 eran capaces de conjurar. Sí: femmes fatales eran las de antes y en esta película la Ardant, ama y señora de cada escena, las hace todas juntas. Las miradas oblicuas cargadas de intenciones; la sonrisa llena de picardía que se niega a envejecer; las caminatas descalza por la playa al atardecer; o de noche, con tacos y medias negras, bajo la luz amarillenta del alumbrado público; la escena fumando en la cama (y no tabaco), riendo después de hacer el amor, apenas tapada por las sábanas y con la melena rubia salvaje pero cuidadosamente despeinada; los ojos desbordados de lágrimas que a ella nunca llegan a arruinarle el maquillaje; las copas de vino que buscan con insistencia sus labios, mientras ella mira de costado y deja que sus párpados se entrecierren de una manera calculada con tanta naturalidad que parece imposible y es ine-vitable preguntarse cómo lo hace. Todo un arsenal dramático y de seducción puesto al servicio de darle vida a Caroline, una dentista que acaba de jubilarse tras haber perdido a su mejor amiga y que termina enredada en una aventura apasionada con Julien, su profesor de computación, 30 años menor que ella.Mis días felices es sobre todo una historia acerca de los límites, más que nada los finales, que son los más definitivos de todos los límites, y las diversas formas en que es posible enfrentarse a ellos. El final de la vida productiva, el final de la pasión y del deseo, el final del amor y la misma muerte se amontonan en el camino de Caroline, poniéndola ante la disyuntiva de evaluar cuál será la forma en que finalmente encarará este tramo de su vida. Por un lado está el vínculo plácido con Philippe, su marido, que encarna la seguridad de una compañía sin condiciones y que la empuja a encontrar una forma de seguir adelante. El problema es que, como suele ocurrirles a muchos, existe un desfasaje aparente entre la edad cronológica y la percepción que Caroline empieza a tener de sí misma. ¿Llegar a cierta edad equivale a cerrar determinadas puertas, a dejar atrás por defecto muchas de las cosas de las que hasta ahora se gozó, solamente por aceptar la imposición del deber ser? Mis días felices se viste de liberal para acompañar a Caroline en ese recorrido, le permite disfrutar del paseo y recuperar el placer de volver a algunas zonas que ella creía clausuradas. Pero no se atreve a ir por más y se apaga en un final de lo más conservador.