Desventuras de una mujer burguesa
Caroline y Julien viven su primer momento de intimidad, adentro de un auto. La música crece -y remarca-, la cámara se mueve sinuosa en suave vaivén, los planos resaltan ese espacio de sexualidad revelado: manos, bocas, cuellos, escotes. De pronto, una acción de él genera la reacción de ella, y el momento se quiebra. Corte y plano general, que muestra el auto estacionado en la costa mientras los paseantes merodean por ahí. Ese instante, de plena sabiduría formal, es uno de los más logrados del film de Marion Vernoux porque define con pocos recursos de qué va Mis días felices: la lucha interna de una mujer entre su deseo y la generalidad de su vida burguesa y cómoda, lo interior versus el exterior amenazante. Ese corte entre un momento de intimidad idealizado (de ahí la música casi de novelita romántica) y un contexto que de tan distante convierte la escena en ridícula. En cómo se va convirtiendo ese affaire en un imposible -encima con un joven más de 20 años menor- para la acomodada Caroline se definirá buena parte de la suerte de este relato.
Vernoux tiene algunos aciertos que pertenecen a las herramientas con las que cuenta, las actuaciones de Fanny Ardant, Laurent Lafitte y Patrick Chesnais (la mujer, el amante y el esposo cornudo) son realmente notables, y otros que corresponden a su propia visión: la construcción de personajes es envidiable, trazando sutilmente todos los componentes sociales y rituales que atraviesan la situación que decide poner en escena: la mujer recién jubilada que con tiempo libre vive su sexualidad libremente, el joven sin compromisos que se vincula con la señora mayor, el marido profesional que va madurando su consciencia en silencio. El paso del tiempo, la muerte, la libertad, los conflictos generacionales, la fidelidad, los mandatos sociales y familiares, la diferencia de edad en el amor son temas que se imponen a través del movimiento de sus personajes y de las relaciones entre ellos, más que por las palabras que se emiten. El film está atravesado por una comicidad asordinada y por un drama liberado de intensidad psicologista.
Llegado un punto, Mis días felices sufre un poco el dilema de su protagonista femenina: ¿qué hacer con eso que está haciendo? Si bien Caroline decide vivirlo sin mayores problemas, hay una culpa que ronda y pende sobre su conciencia. En ese sentido lo de Ardant es notable, construyendo a esta mujer madura con total sensualidad pero también haciendo evidente la seguridad que dan los años y la inseguridad que habilitan las aventuras. En su mirada y en su postura, en cómo bebe y fuma, su Caroline se construye como una mujer no demasiado hastiada de su mundo aparentemente perfecto, pero dispuesta a hacer algo con ese tiempo libre que le queda. Está segura de esa aventura y la película no la juzga, el conflicto llega mayormente con las consecuencias sobre los otros más que sobre ella misma.
Y ahí Vernoux arriba a un final que da para la polémica. ¿Es Mis días felices una película que se la da de liberal para terminar siendo totalmente conservadora? Sin revelar demasiado, podríamos decir que sí, más aún por la forma abrupta y un tanto arbitraria con que se resuelve el conflicto central. Pero el dilema finalmente es del que mira y sus expectativas: ¿el cine debe cumplir los deseos o tiene que acompañar coherentemente el desarrollo de las criaturas que lo habitan? ¿Puede una mujer como Caroline, con el universo previo que uno adivina, soltarse finalmente a la aventura? ¿Es la aventura el verdadero sentido de lo que hace Caroline o el paso del tiempo se impone como algo inevitable y cruel? Enigmas que se resuelven más en nuestra cabeza que en lo que Mis días felices termina proponiendo. Más allá de que el desenlace no esté a la altura, Vernoux retrata con sutileza esos días veraniegos que preceden al ocaso otoñal de la tercera edad.