"Mis hermanos y yo": retrato sensible de una infancia difícil
Cuando Mis hermanos y yo se presentó oficialmente en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes en 2021 ni el director ni la actriz principal estuvieron presentes en la función de estreno. La noticia de la separación de Yohan Manca y su expareja, Judith Chemla, disparada por un hecho de violencia doméstica, ocupó un espacio relativamente importante en la prensa francesa recién un año más tarde, eclipsando parcialmente el recuerdo de la ópera prima de Manca, el retrato sensible de una infancia difícil. Nour (el pequeño pero poderoso Maël Rouin Berrandou) observa a sus tres hermanos mayores mientras juegan al fútbol en la playa, entablando al mismo tiempo una conversación con una turista adolescente. Es el comienzo de la temporada de verano y pronto la ciudad estará llena de visitantes. Pero la vida no es sencilla para el clan de cuatro. Cinco si se cuenta a la madre de los muchachos, postrada en estado semi vegetativo en un cuarto del atestado departamento, conectada a un aparato que monitorea sus funciones vitales.
El padre ya no está y el mayor ha adoptado en más de un sentido ese rol. Mientras el segundo alterna tardes en un hotel liándose con clientes de uno y otro sexo y el tercero entra y sale de prisión por la venta al menudeo de drogas, Nour intenta despertar a su madre haciéndole escuchar fragmentos de óperas, especialmente La traviata, su favorito. Es durante una jornada de trabajo social, pintando la pared de su propio colegio, que el muchacho de doce años escucha la voz de Pavarotti en una de las aulas. La maestra de canto (Chemla) lo descubre y no pasa demasiado tiempo hasta que se integra en un grupo exclusivo de chicas. En los primeros quince minutos de Mis hermanos y yo se disponen todos los elementos que formarán parte del drama, salpicado por diminutas gotas de humor: las dificultades económicas y laborales, la difícil convivencia entre los cuatro varones, la falta de perspectivas a futuro, la posibilidad de que la voz de Nour se transforme eventualmente en algo más que un hobby.
Cuando el pequeño no hace de campana durante las transacciones ilegales (o en el hospital cuando “recuperan” a su madre, internada por orden de un familiar lejano), es testigo y a veces receptor de violencias intrafamiliares. La dinámica en casa es compleja y muchas veces se encuentra defendiendo a quien acaba de hacerle un mal. Aunque el tono elegido es cercano a ese naturalismo social que el cine europeo ha perfeccionado como si se tratara de un género en sí mismo, Yohan Manca mueve de manera elegante la cámara para seguir las desventuras del protagonista, con travellings extensos en sus paseos a pie o en moto por el barrio, un típico suburbio proletario francés.
En ese sentido, es curioso que la película quiebre el punto de vista en más de una ocasión, en particular cuando la profesora comienza a interesarse por Nour. El origen árabe de los hermanos es apenas un elemento más del relato y nunca se impone como temática en un sentido estricto, decisión inteligente que evita el posible trazo grueso. Si el guion coquetea todo el tiempo con la posibilidad de la fábula (el síndrome Billy Elliot), su traducción a la pantalla evita en gran medida la sensiblería a favor de una ligera esperanza.