SIN IDENTIDAD
A las carteleras porteñas llegó con el título Mis hijos y a las de la parte anglosajona del mundo como A borrowed identity, mientras que el nombre original de este filme es Dancing arabs. Otra vez el “problema” de la nomenclatura trae consigo una doble intención que, por un lado pretende facilitar la compresión de la obra por parte de los espectadores, pero que por otro limita y condiciona a estos mismos en el intento de buscar la relación entre el nombre y el contenido. Situación compleja que despierta al menos un par de interrogantes como por ejemplo ¿por qué facilitar el proceso de comprensión?, a caso ¿se subestima a la audiencia o es mera manipulación? Lo cierto es que su director, Eran Riklis, bautizó su obra como Dancing arabs y así la llamaré como gesto de respeto hacía la identidad de la obra, tema central del filme que me ocupa.
Entonces hay dos puntos a desarrollar, en primera instancia desandar el camino que conduce a reflexionar sobre el nombre original de la película que en este caso reviste mayor importancia al tratarse de un filme que tematiza la identidad como eje central del drama. Porque no es lo mismo llamarse Mis hijos que llamarse Dancing arabs como no es lo mismo ser árabe o judío. Y en segunda instancia hacer especial hincapié en el valor esencial del concepto de nación, territorialidad y pertenencia. Porque en este filme el protagonista se ve fuertemente afectado por la secularización interna que sufre al enfrentarse a la vida en una zona geográfica donde reina el conflicto político y la intolerancia religiosa.
Lo que Riklis pretendía comunicar con su película nadie lo sabe. Sin embargo lo que si se conoce es el filme como obra de arte que hace su vida de forma independiente a la de su creador. Así Dancing arabs viaja por el mundo atravesando fácilmente las fronteras que a sus propios personajes muchas veces les cuesta pasar teniendo en cuenta que viven en un Israel dividido entre judíos y musulmanes, unos ricos y otros sesgados y relegados a las periferias tan sólo por la carga social de su origen. Mientras tanto Bush bombardea Irak y los árabes bailan en la terraza festejando la caída precisa de un misil. ¿Acaso no es este un verdadero baile árabe? La Guerra del Golfo se inició y ellos festejan a Sadam Housein y su “madre de todas las batallas”.
Más allá de todo este “juego” gramatical, el filme también presenta otro “baile árabe” cuando el joven Eyad (Tawfeek Barhom) es aceptado en la universidad más prestigiosa de Jerusalén y sus compañeros (incluyendo docentes y directivos) ejercen sobre él una intensa discriminación que no tiene otro fundamento más que la humillación por su forma de vestir, su acento y sus costumbres (no sabe como agarrar un par de cubiertos, la “p” suena a “b” y sus gustos musicales parecen provenir de otro planeta). Situación que desemboca en el fastidio en primer lugar, pero luego en una especie de adaptación forzada que termina por modificar su ideología hasta el punto de llegar a contradecir los principios de su propia familia.
Es en este contexto que Dancing arabs representa la cruda situación que se vive en esta zona de eterno conflicto en la que ni el amor se puede desarrollar sin prejuicios. El pasaje de un lado al otro de la frontera militarizada no será fácil si no se cuenta con el objeto más preciado por este joven árabe: una identidad judía. La cual no sólo le servirá para conseguir un mejor trabajo sino también para dejar en el pasado todos aquellos acosos sociales que tuvo que soportar durante todo este tiempo. Y la excusa perfecta no tarda en llegar porque como resultado de una colaboración como voluntario en la Universidad conoce a Yonatan (Michael Moshonov) un chico judío con esclerosis múltiple que lo ayuda a conectarse con este nuevo mundo no árabe entramando entre ellos una férrea amistad que pronto deviene en gran ayuda a la hora de que Eyad tome la decisión de cambiar el rumbo de su vida. Porque al parecer todo lo que se necesita es simplemente erradicar el estigma de su pertenencia árabe.
Por Paula Caffaro
@paula_caffaro