Otra escena de la vieja batalla de los sexos
Si La piel de Venus proponía un combate dialéctico entre hombre y mujer desde la perspectiva del teatro filmado, la obra del veterano realizador francés lo traslada al lenguaje cinematográfico, llevando la pérdida de control al extremo del absurdo.Está claro, desde un comienzo, que ni el cuarentón con aspecto de dandy fáunico ni la bella chica desafiante creen en el mandato que recomendaba hacer el amor y no la guerra. Para ellos, el amor es la guerra. Una guerra psicológica primero, preparativos de guerra después, la plena colisión armada finalmente. Y no están dispuestos a renunciar a ese excitante enfrentamiento. Un largo y único pas-de-deux, Mis sesiones de lucha no admite otros protagonistas que sus dos contrincantes (con las únicas excepciones de una presencia fantasmal, una semirrival y una asesora, todos en el rincón de ella), otro escenario que no sea ese rincón rural típicamente francés (en el que todo signo de salvajismo es mantenido a raya por una elegante forma de civilización), otro foco de atención que la pelea de fondo entre El y Ella. Anónimos, como corresponde a dos arquetipos. Alcohólicos anónimos de la guerra de sexos.Ella llega con sonrisa juguetona, se resbala subiendo una cuestita, se ríe del resbalón, va directo hacia él, que está más o menos sucio de barro, y en lugar de saludarlo se queda mirándolo en silencio. El responde con otro silencio, como el boxeador que en los primeros rounds mide al contrario. Ella ocupó el centro del ring, y lo mismo parece haber hecho el día que se conocieron, un tiempo atrás (no se sabe exactamente cuándo; el relato diluye datos y nombres), cuando él le ofreció refugio en su casa y ella se presentó en su habitación en medio de la noche, en remerita, arguyendo que no podía dormir. El tuvo una erección, pero no se lo dijo. Se lo dice ahora. ¿Por qué no se lo dijo o se lo mostró, tuvieron sexo y ya?, se pregunta el espectador. Porque antes tenían (tienen) que estar seguros de que el otro no va a lastimarlos. Y para eso no hay nada mejor que planificar el modo en que van a lastimarse, y llevarlo a cabo (ponerlo en escena) como un estricto ritual.Es inevitable comparar el primer tercio de Mis sesiones de lucha con La piel de Venus, interesada traducción ratonesca del título de la película más reciente de Roman Polanski, estrenada en Buenos Aires la semana pasada. Ambas son películas de cineastas veteranos (82 Polanski, once menos Doillon), ambas son estrictamente coetáneas (se estrenaron casi juntas, a mediados de 2013) y ambas tratan, básicamente, de lo mismo: la relación entre los sexos como juego o guerra de poderes. En el primer tercio de Mis sesiones de lucha, la batalla es dialéctica, como en la de Polanski, y algún diálogo puede sonar demasiado escrito. Demasiado teatral. No falta alguna intrusión psicoanalítica, como la idea de él, de presentarse como sustituto del padre (que acaba de morir), para que ella pueda finalmente resolver, simbólicamente, su conflicto edípico no resuelto. La simbología asoma también, convenientemente pasada por un tamiz freudiano: ella se presenta con la cámara del padre, y él le interpreta que no puede dejar de mirar el mundo con los ojos de aquél. Ejem...Pero La piel de Venus tiene origen teatral (la obra escrita por David Ives) y no sólo no lo disimula, sino que no pretende ser otra cosa que teatro filmado. Mientras que en Mis sesiones de lucha el título pasa de lo simbólico a lo físico, y con ello se pasa también del teatro al cine. Los planos sumamente compuestos de la primera mitad, con ambos personajes (ella y él o ella y su hermana, con quien disputa cuestiones sucesorias) ocupando prolijamente sus rincones del ring, dan lugar a la batalla física entre ambos, a partir del momento en que ella se le trepa por la espalda, vaya a saber con qué intenciones. Habrá forcejeos, empujones, provocaciones, intentos de asfixia y, cómo no, alguna cachetada de él, contestada con una patada testicular que lo deja knock out.A esa altura ya no son los actores actuando para la cámara, como en el teatro filmado, sino la cámara para los actores, como en el cine. El film–psi da lugar al de acción física, llevando la pérdida de control al extremo del absurdo: él le golpea la cabeza contra la pared, ella exige trepada una sesión de sexo maratónico, ambos luchan en el barro (literalmente) o practican acrobacias posturales. La cámara se ve obligada a seguir sus cabriolas, a acortar distancias, como quien filma una sesión de videodanza o de lucha grecorromana. El fantasma del padre, los propios fantasmas del otro, borrados por el combate entre los cuerpos, el puro imperio del aquí y ahora.