La lectura como vehículo de mejor vida
El film de Jean Becker narra el encuentro entre un hombre de 62 años, con una historia de rechazo y una anciana de 95, elegante pero humilde, que lo conecta con textos relacionados con su propia historia. Y al final, un nuevo comienzo.
Y fue entonces que a la salida del cine, tras ese encuentro no previsto, nació la propuesta de escribir los dos críticos, para la edición de hoy, sobre el mismo film. Veinticinco años nos separan y esa misma distancia, que en cierta medida alcanza a los protagonistas del film, no ha sido un obstáculo para compartir emociones afines. Como en un cuento de Jorge Luis Borges, en el que a veces acontece ese instante en el que uno comienza a experimentar una singular revelación sobre si mismo, sobre su identidad, en este film que hoy nos reúne desde otro lugar, desde un íntimo rincón de la espera, sus protagonistas asoman asombrados, desde el compartir un banco de una plaza, de un pequeño pueblo, que según se nos informa, está ubicado en la isla de Ré, frente a La Rochelle.
Ya con sus marcados años, pero aún con su rostro que permite asomar actitudes inocentes, el personaje que compone Gerard Depardieu, de aspecto osezno y de andar bamboleante, tratando de sostener su pesada figura, lleva sobre sus espaldas una historia de rechazos y de ausencias. Su nombre es Germain y esa tarde, tras algunos enojos y broncas que golpean a la puerta de su patrón, se encontrará con una anciana dama, sonriente, que vive su ritual de lectura, diariamente, sentada en un banco de la plaza, cerca de esas palomas que se ubican frente a ella. Su nombre es Margueritte, con doble t, porque así tal vez lo transmitió su padre al anágrafe, en el momento de su nacimiento.
Ella tiene 95 años y ese primer encuentro le permitirá a Germain, como jamás había imaginado, hoy con 62 años, escuchar páginas de una historia que transcurre en Orán, en Argelia. Por primera vez, Germain escuchará el nombre de Albert Camus y se su libro La peste y el nombre de Argelia vuelve a recorrer su historia, en tanto excombatiente, y su deseo de que su nombre figure en esa placa conmemorativa del parque de su pueblo. Mientras estaba viendo, junto a amigos, Mis tardes con Margueritte --film del cual no se exhibía un solo afiche ni en el interior ni en las puertas de entrada del cine--, comencé a experimentar vivencias similares a las que sentí cuando hace veinticinco años vi por primera vez aquel film, hoy de cabecera, Nunca te vi, siempre te amé, sublime legado de David Jones que nos relata ese acercamiento epistolar que se va abriendo y expandiendo a lo largo de más de veinticinco años entre una joven escritora neoyorquina y un responsable de una antigua librería de Londres.
Este amor por los libros, esta pasión serena y meditada, pero no menos entusiasta por la lectura, es la que comienza a vivir nuestro personaje, quien pasa a hacer suyas ciertas palabras de los textos que les revive en su serena voz esa anciana, elegante, distinguida, y al mismo tiempo humilde, que habita en una casa de reposo en las afueras del lugar. Esos libros, esos nombres, comienzan a tejer otras tramas que Germain hace suyas desde momentos de su propia biografía.
En Mis tardes con Margueritte su director, Jean Becker, valoriza, subraya, el momento del diálogo íntimo, confesional, tal como ya lo había presentado en su film anterior, Conversaciones con mi jardinero. Y ese espacio para la palabra es el que comparte también Germain con sus amigos del bar, ámbito que en este film será mostrado en más de una oportunidad, lugar de camaradería, de aprendizajes, de miradas de próximos amantes.
Dama del teatro francés, de la Commedie Francaise, Gisèle Casadesus ya ha participado en otros films del mismo director. Su pequeña figura, su delgadez, llevan a pensar en personajes de antiguos cuentos; tal vez, en algunos de ellos, de hada madrina. Germain, se sentirá tocado por ella, y de pronto, algo nuevo comenzará a despertar entre las palabras de su diccionario, que saldrá al encuentro del léxico de su propia vida, mediante situaciones de enojo y de humor, de idas y de vueltas.
Desde su film, Jean Becker nos lleva a evocar imágenes de antiguos escritores, de viejos lectores, que comparten su pasión junto a sus animales domésticos. Así, Germain bucea entre las palabras de un gran diccionario, regalo de la anciana, Margueritte (con doble t), mientras su gato sigue con la mirada las reacciones de este temperamental lector. En cada nuevo día, la figura de la anciana adquiere una nueva proporción y su voz, sus relatos y sus apreciaciones le permitirán a él descubrir lo que le ha sido negado.
En su ancianidad, la luz de los ojos de Margueritte comenzará a opacarse. Germain ahora será el artesano de ese capítulo que comenzará a escribir desde su tristeza, pero desde una visión esperanzadora. Tras algunas escenas de celos con su prometida, la chica del autobús, y de una reflexiva y cálida conversación, la historia abre hacia otros amaneceres, alejándose vertiginosamente de un trágico ocaso.
También para Germain habrá otra oportunidad. La vida le deparará, ahora, otra revelación. Y entre los personajes seguirán circulando páginas de tantas otras historias, narradas en voz alta, recuperando aquel epifánico momento de la transmisión oral, que está en los orígenes mismos de la literatura.