Humano, demasiado humano
Depardieu y toda su corpulenta humanidad pueden ser un buen motivo para disfrutar esta película de Jean Becker. Ver desplegada tanta vida en la pantalla tiene su encanto. ¿Cómo no querer a Germain, un cincuentón casi analfabeto, impulsivo, torpe, gracioso y bonachón? El personaje que compone el veterano actor francés es una delicia. Lo vemos activo en un mundo bastante cruel, con su madre al borde de la locura, en la cantina con los amigos desplegando una serie de rituales machistas, trabajando de lo que puede y con una joven novia que lo sigue con su ómnibus por todas partes. En esos pocos instantes, donde busca la paz en un banco de plaza y cuenta palomas, conoce casualmente a Margueritte (Gisele Casadeus), una entrañable anciana con quien mantendrá encuentros seguidos para escuchar las historias que lee.
El punto de partida es tentador pero difícil de sostener si no se confía plenamente en la calidez de los personajes, y lo que Becker elige es complementar la potencia expresiva de ambos con momentos cotidianos de Germain (que funcionan bien) y con algunos flashbacks bastante feos (que funcionan muy mal) donde asistimos a recursos psicoanalíticos muy básicos para explicar obviedades. Esta necesidad de redundar en información por sobre lo que las imágenes muestran, tendrá dos momentos incómodos: uno, mientras la anciana lee un pasaje de La peste de Camus referido a las ratas que se mezclan entre los humanos para ir a morir. La voz de Margueritte es persuasiva y el rostro de su interlocutor lo dice todo, sin embargo, el director decide ilustrar las palabras con un arsenal de roedores, como si no confiara en el poder de ese semblante. Toda la humanidad de los personajes se ve relegada, al subestimar al espectador. El otro, verá su corolario en la voz de Depardieu mientras corren los títulos finales, explicando poéticamente escenas que ya vimos. Sin duda, los flasbacks y las voces en off son dos recursos cinematográficos tradicionalmente peligrosos, y esta película lo confirma.
Por el contrario, los momentos destacables son aquellos donde, cámara en mano, el director sigue la rutina de Germain , con sus filosas frases y su preciosa ingenuidad, sus miradas tristes y sus pequeñas transgresiones, como escribir su nombre en un monumento público.
Desparejo también es el modo en que se insertan los diálogos. En ocasiones, fluyen naturalmente por la gracia interpretativa de los actores; en otros tramos, caen en la grandilocuencia del didactismo, de la literatura ocupando el lugar del cine, con cierto aire a películas como El cartero, esto es, el personaje común y corriente que aprende del letrado. Además, se notan los típicos latiguillos de guión que hacen a la construcción de los personajes y a su evolución (cuando las cosas van bien, Germain emboca el dardo en el centro del tablero frente a la sorpresa de sus amigos) como a forzar los encuentros (a ella justo se le cae el libro que dará el puntapié a las conversaciones).
No exenta de emociones y ráfagas sutiles de humor, Mis tardes con Marguerite se debate entre estos dos polos, a saber, la humanidad de sus criaturas y la caída en los lugares comunes. El final es un ejemplo más de cómo se puede caer en concesiones, donde el cine se aleja de la vida y se acerca a un mundo moral de ilusiones. Cada cual sabrá con qué quedarse.