Otro perezoso romance otoñal
Mis tardes con Margueritte es una película-fórmula y no está mal que sea así. Pero también es una ecuación en imágenes perfecta y previsible, perezosa y didáctica, metida de cabeza en las rígidas reglas que caracterizan a un film cálido y sin riesgo alguno. La historia-fórmula es simple: dos mundos opuestos, el encarnado por un ser tosco, primitivo e inculto (Gerard Depardieu en piloto automático) en contraste con otro, el de una anciana culta, bondadosa y con aire de profesora de escuela exigente (Gisele Casadesus, actriz de la Comédie-Française de la década de 1930, quien lleva muy bien sus más de 90 años). El encuentro se produce en un parque, donde ella está leyendo La peste de Albert Camus, en tanto él no sabe leer. Y como la amistad, o tal vez algo más, es posible en esta clase de películas, el bonachón personaje que interpreta Depardieu empieza a escuchar a la veterana a través de los libros. Sí, claro, es otra película planteada como “una lección de vida” que apunta a la emoción del espectador a través de esa imposible amistad entre dos visiones opuestas del mundo. Hay un punto a favor que sostiene el relato: Mis tardes con Margueritte (que no son tantas) no apela a frases altisonantes ni a aforismos de ocasión, esos que pegan en el estómago por sus ingredientes indigeribles. Pero el resto, o casi todo, es pura rutina: una buena química actoral, un cuerpo enorme que se pasea incómodo (Depardieu en estilo cavernícola) y otro cuerpo enjuto que actúa como oráculo del saber (Casadesus con su voz tenue dando consejos desde la experiencia).
Jean Becker, un cineasta con buenas y malas películas, allá lejos y hace tiempo, dirigió Verano caliente (1983) con una seductora y erótica Isabelle Adjani. Daría la impresión de que también el director entró en su propia etapa otoñal sin salida alguna.