Nunca es tarde para empezar a leer
El veterano realizador francés, hijo del legendario Jacques Becker, entrega una película tan honesta como anacrónica, en la que el santo inocente de un idílico pueblito francés descubre el placer de la lectura a través de una anciana dama.
Es tan transparente la ingenuidad cinematográfica de Mis tardes con Margueritte, tan rudimentaria su dramaturgia, tan evidentes son sus anacronismos que cuesta enojarse con una película que atrasa casi tres cuartos de siglo y no hace nada por ocultarlo, como si en la cabeza de Jean Becker el cine se hubiera detenido aún antes de que su padre, el gran Jacques Becker, diera clásicos de la talla de Casco de oro (1952) o Grisbi (1954).
La anécdota argumental, tomada de un libro de Marie-Sabine Roger, es de lo más simple, tanto como su protagonista. En un pequeño pueblo rural francés –de esos que se solían ver en las películas de Marcel Pagnol y que quizá nunca existieron realmente–, el personaje del lugar, el santo inocente es Germain (Gérard Depardieu). Bueno como un pan, es a él a quien se refiere el título original del film, La tête en friche, una expresión que se podría traducir como “Cabeza yerma”. Y yerma no porque esté hueca, o vacía, sino porque nunca fue cultivada, porque siempre, desde su primera infancia, a Germain nadie le dio cariño ni instrucción, empezando por su madre, que lo consideraba “un error”, tal como informan unos flashbacks tan toscos, tan elementales que parecen salidos del más remoto túnel del tiempo.
Pero como el hombre es bueno por naturaleza –parece decir la película de Becker–, Germain no se convirtió en un resentido, un violento o un asocial. Quizá pudo sortear ese destino gracias a la estereotipada barra de amigos que lo quieren así como es y lo incluyen en su ronda de copas en el bistró de la plaza (hablar de “contención” sería equivocado en una película pre-freudiana). O también porque tuvo suerte y no se sabe bien cómo –caprichos del guión, sin duda– ese hombre dejado, ya mayor y corto de entendederas, tiene a su lado a una mujer joven, inteligente y hermosa (Sophie Villemin) que a toda costa quiere un hijo de él. ¿Será porque a Germain lo encarna Depardieu?
El asunto es que nunca es tarde para el conocimiento, machaca Becker, a partir del momento en que una tarde, en la plaza del pueblo, Germain encuentra sentada en su banco favorito a una elegante y frágil anciana (Gisèle Casadesus, de la legendaria Comédie-Française), que le transmitirá su pasión por la lectura y los libros. Casi centenaria, la vieille dame Margueritte comenzará a leerle cada tarde a Germain fragmentos de Camus, de Romain Gary, del chileno Luis Sepúlveda, con los cuales despertará en él una sensibilidad hasta entonces dormida, desconocida.
Alguna sombra en la salud de la señora, los celos de la chica de Germain, la desconfianza que provoca en sus amigos el cambio de vocabulario del protagonista oscurecen apenas una paleta por lo demás siempre luminosa, como si el sol nunca dejara de brillar, ni siquiera de noche, en ese idílico pueblito francés. Pero a no preocuparse, que todo está previsto para que luego de 82 minutos (la brevedad se agradece) el público pueda salir de la sala con una sonrisa en los labios.