Hace pocos días publicamos en este sitio una amplia entrevista en la que Damián Szifron explicó el contexto y las condiciones en que rodó Misántropo, pero -como dice una máxima de la industria audiovisual- “las excusas no se filman”, así que su esperada vuelta, con sus múltiples hallazgos pero también con sus carencias y limitaciones, ya está para ser analizada desde la butaca.
Szifron, que estuvo tres años lidiando con las miserias de Hollywood con el proyecto fallido de El hombre nuclear, escribió primero solo y luego con Jonathan Wakeham una historia que, aunque la propia gacetilla de promoción de la productora estadounidense habla de “la El silencio de los inocentes del nuevo siglo”, tiene una impronta cuestionadora y paranoica más propia de los thrillers setentistas de Sidney Lumet (Network: Poder que mata, El veredicto), John Schlesinger (Maratón de la muerte), Francis Ford Coppola (La conversación) o Alan J. Pakula (Asesinos S.A.). Por supuesto, si se la analizara desde una perspectiva más contemporánea, Misántropo podría dialogar a nivel narrativo y visual con, por ejemplo, el David Fincher de Pecados capitales y Zodíaco; o el Michael Mann de Fuego contra fuego y Colateral.
La película -ambientada en la siempre convulsionada Baltimore (aunque por cuestiones presupuestarias se rodó en el invierno de Montreal y hasta hubo una semana de rodaje adicional en Buenos Aires)- arranca con una secuencia extraordinaria: estamos en la noche de Año Nuevo y el cielo se inunda de fuegos artificiales. Pero son precisamente esos estallidos los que tapan el sonido de los disparon que llegan desde un edificio y empiezan a impactar en decenas de personas que se encontraban celebrando, bailando en terrazas, brindando en piscinas, consumiendo en lujosos penthouses. Esos primeros minutos, con su crescendo de sangre y de psicosis colectiva, están narrados de manera implacable, sin filtros y con una precisión quirúgica.
Entre quienes llegan a la(s) escena(s) del crimen aparecen Geoffrey Lammark (Ben Mendelsohn), el veterano responsable regional del FBI, y Eleanor Falco (Woodley), una agente sin demasiado experiencia a la que vemos agobiada por la crudeza de cadáveres, sangre y escombros que ha dejado el tiroteo seguido de la explosión de una bomba.
Lo que sigue es una hora y media de relación maestro-alumna (la torturada y solitaria Eleanor irá demostrando una capacidad no menor para desentrañar misterios, descubrir secretos psicológicos y seguir pistas) en una típica estructura de gato y ratón con un asesino en principio misterioso, siempre huidizo y brutalmente impiadoso y letal.
El corazón del relato pasa luego por las internas dentro del FBI, la creciente intromisión de la política (funcionarios desesperados por las implicancias de las matanzas) y el papel casi siempre patético de los medios de comunicación. En ese sentido, por momentos Misántropo remite a The Wire (la mítica serie de David Simon también transcurre en Baltimore) en su exploración de la burocracia y las manipulaciones dentro de los servicios de seguridad y de inteligencia.
Por la temática (las matanzas en serie en lugares públicos que cada semana ocupan las tapas de los diarios), se trata de una película muy incómoda para los actuales estándares y sensibilidades de los Estados Unidos y, en ese sentido, puede entenderse que las primeras críticas en ese país hayan sido bastante negativas, mientras -en cambio- Misántropo fue saludada con entusiasmo por la mayoría de los medios franceses (ver imagen arriba) y en ese mercado debutó con la nada despreciable cifra de 100.000 espectadores en su primera semana en cartel. Lo que se dice, una auténtica grieta cinéfila.
Lo cierto es que, en su segunda mitad, la nueva película del director de El fondo del mar, Los Simuladores y Tiempo de valientes apuesta por un tono que es, vaya paradoja, su principal audacia y su mayor debilidad, ya que se aleja por completo de la idea tranquilizadora de un asesino monstruoso y finalmente desechable a-la-Hannibal Lecter para, en cambio, acercarse a sus traumas, sus motivaciones y exponer sus distintos matices. El problema es que en esa bienintencionada y al mismo tiempo riesgosa búsqueda de empatizar con el antagonista cae por momentos en una solemnidad, en diálogos demasiado recargados y explícitos hasta aquí inéditos en la filmografía de Szifron.
Con sólidas y contenidas actuaciones (Mendelsohn es por momentos más protagonista que una Woodley completamente alejada del glamour de una estrella), con un (otro) descomunal trabajo de ese brillante director de fotografía que es el argentino Javier Juliá (El último Elvis, Relatos salvajes, Argentina, 1985) y el a esta altura talento y virtuosismo impar para el encuadre y las “coreografías” de Szifron, Misántropo es un thriller de los que ya se hacen poco y que merece ser visto en salas (imagino que el impacto visual y emocional en una pantalla hogareña deber ser mucho menor). Si la calificación de esta crítica no es más alta no se debe solo a ciertos lugares comunes del guion y a cierta tendencia al subrayado declamatorio que surge en su parte final sino porque a directores de excelencia (y Szifron es, sin dudas, uno de ellos) se le exige un poco más que a los demás.