El regreso de Damián Szifron al cine después de una década tal vez desconcierte a algún desprevenido dispuesto a reencontrarse con la mirada más bien mordaz y el color local de sus producciones argentinas. Szifron llegó mucho más lejos que la mayoría de sus colegas en la incorporación de algunas de sus mejores creaciones al imaginario colectivo de los argentinos.
En este sentido operan el recuerdo siempre latente de sus Relatos salvajes y de Los simuladores, dos obras vigentes en nuestra memoria como verdaderos acontecimientos que van mucho más allá de las historias que cuentan y los personajes que las protagonizan. Misántropo, la primera película que Szifron rodó en los Estados Unidos e hizo en inglés, seguramente no provocará en nosotros ese mismo resultado, pero nos ayudará a recuperar en plenitud la esencia de su talento como creador de ficciones y su inagotable imaginación como narrador visual.
A primera vista, Misántropo aparece ante nuestros ojos como un thriller intenso, complejo y meticuloso del que Szifron se vale para mostrar buena parte de las influencias que tiene su mirada clásica de contar una historia. En este caso, la referencia más visible corresponde a los policiales de toda la década del 70, en los que la trama empieza a ramificarse y a abordar cuestiones que van desde las conspiraciones políticas hasta la minuciosa descripción de lo que pueden esconder las mentes criminales.
Misántropo empieza de noche, como anticipo y promesa de lo que nos espera: un relato de contornos bien oscuros, con personajes a los que les cuesta mucho encontrar la luz. Pero el comienzo del relato, en medio de la nieve y el frío del invierno en el hemisferio norte, transcurre en medio de las celebraciones de Año Nuevo. El bullicio, el ruido y las luces de los festejos en los áticos, en las calles o en un departamento cualquiera empieza en un momento a confundirse con certeros disparos que reciben personas que parecen elegidas al azar, sin un motivo aparente para morir de esa manera.
Estas circunstancias fortuitas y el perfil de las víctimas desconciertan de inmediato a los investigadores. Sobre todo a Lammark (Ben Mendelsohn), el curtido agente del FBI asignado al caso. El hombre, después de las primeras averiguaciones, descubre que entre los agentes policiales que salieron al principio a la caza del asesino en el departamento que funcionaba como su base de operaciones hay una joven oficial llamada Eleanor Falco (Shailene Woodley) con una perspicacia muy especial para interpretar posibles señales y motivaciones en la conducta del victimario.
No hay tiempo para perder cuando todos temen que la masacre pueda repetirse en cualquier momento. Y la preocupación por no dar pasos en falso abre otro escenario en el relato. Del thriller sobre la caza de un asesino en masa pasamos, como señaló Szifron hace unos días a LA NACION al mucho más resbaladizo terreno del drama institucional. Las autoridades políticas y policiales, que anhelan una resolución rápida, desconfían de los modos y procedimientos de Lammark, de sus intuiciones y de la inexperiencia de la joven policía.
Szifron nos conduce a través de esos inquietantes recorridos con una pericia enorme para mostrar al mismo tiempo cómo progresa (o retrocede, según el caso) la búsqueda del asesino, cómo se construye el vínculo entre Lammark y Falco (que de a poco van adoptando de manera inconsciente el lugar del mentor y la discípula) y cómo ambos se ven obligados cada vez más a refugiarse en esa confianza mutua frente al recelo y al cálculo de sus superiores.
Hay en Misántropo escenas de extraordinaria tensión visual y dramática (la más admirable, narrada a través de un montaje virtuoso, transcurre en el interior de un centro comercial), un meticuloso acercamiento a sus principales personajes, marcados en buena medida por conductas pasadas, y sobre todo un propósito deliberado de tratar de entender las razones que inspiran hechos tan cruentos como un asesinato en masa. Para hacerlo, como es su costumbre y su identidad, Szifron confía ante todo en el poder de la imagen, pero en este caso también necesita dar un poco más de explicaciones que en sus trabajos previos.
Con su pulso de narrador ejemplar y hábil creador de atmósferas llenas de tensión (que aprovecha a la perfección el trabajo del talentoso director de fotografía argentino Javier Juliá), Szifron describe un mundo en el que las soluciones fáciles, superficiales y abiertas a la manipulación solo pueden empujarnos a cometer errores irreparables.