BASTA DE VACAS SAGRADAS
Apenas se conoció el trailer, la enorme mayoría de la crítica y buena parte de la intelectualidad argentina -en especial esa que suele expresarse vía redes sociales- ya lo tuvo claro: Misántropo, la nueva película de Damián Szifrón, era una maravilla. Casi no hubo lugar a discusión y el estreno fue apenas una confirmación que aguardan los que ya están convencidos. De hecho, hasta terminó constituyéndose en un acto patriótico, con la euforia nacional contraponiéndose al desdén con que fue tratado el film por parte de la crítica estadounidense, que lo descartó rápidamente como un thriller rutinario más. Pero bueno, ya no es novedad: hay artistas que, en determinado momento, pasan a convertirse en vacas sagradas, en seres a los que hay que preservar de cualquier objeción y que generan una unanimidad un tanto infantil.
¿Quiénes tenían razón entonces: los yanquis o los voceros de “Argentina potencia”? Ninguna de las partes realmente. Misántropo no es mediocre como la pintaron las reseñas norteamericanas, pero tampoco esa especie de obra maestra encubierta o ignorada que se quiere ver por estas tierras. Es una película superior a Relatos salvajes, o, quizás, simplemente más pareja y consistente a partir de su homogeneidad narrativa, aunque no llegue a ofrecer algo realmente nuevo o potente. Sí es interesante a partir de cómo expone las tensiones que se generan en determinados cineastas que quieren ingresar a ese círculo selecto que puede ser Hollywood. Allí vemos entonces a Szifrón tratando de mostrar que puede ser un artesano aplicado y silencioso, pero también un autor capaz de llevar adelante proyectos más ambiciosos y con búsqueda de prestigio.
Esas tensiones narrativas y de puesta en escena son muy palpables en el film, que arranca a todo galope, durante los festejos de Año Nuevo en Baltimore, donde decenas de personas son asesinadas por un francotirador que, luego de concretar su cometido con enorme precisión, desaparece sin dejar rastro. En ese contexto, Eleanor Falco (Shailene Woodley), una novata policía de la ciudad, es reclutada por Geoffrey Lammark (Ben Mendelsohn), un experimentado agente del FBI a cargo de la investigación, luego de que ella muestra capacidad detectivesca y habilidad para entender la mentalidad del asesino. A partir de ahí, se desata una persecución contrarreloj, donde el enemigo no es solo la identidad y motivaciones del criminal; sino también las autoridades gubernamentales con sus propios juegos de poder y vocación por encontrar la salida más fácil frente al problema; y hasta los mismos dilemas personales que carga Falco, muy ligados a un pasado tortuoso.
Hay dos planos que podrían resumir las virtudes y defectos tanto del relato como de su puesta en escena. En el primero se ve a un personaje hablando mientras, a un costado, por una ventana, se puede intuir, progresivamente, otra situación que se va construyendo y que anticipa lo que está por venir. Es una imagen muy lograda a partir de cómo utiliza la profundidad de campo para contar dos hechos que ocurren al mismo tiempo, generando una fuerte tensión en quien observa, sea el espectador u otro personaje. En el segundo plano, la cámara sigue de costado a Falco mientras nada en una piscina, pero con la cámara dada vuelta, lo que genera un efecto en la imagen que es bello desde su inestabilidad, pero también totalmente inútil, un regodeo visual propio de un director que quiere marcar todo el tiempo que está presente y con algo (supuestamente) relevante para decir. De ambos momentos hay muchos en Misántropo, porque Szifrón, cuando se deja llevar por la acción, es capaz de trabajar con gran habilidad -ahí tenemos, por caso, las distintas secuencias de tiroteos, que son tan secas como angustiantes-, pero cuando quiere decir algo sobre el mundo, no sale de los lugares comunes esperables.
El film, por más que pretenda lo contrario, no puede evitar una discursividad sentenciosa y solemne, que podría resumirse en algo parecido a “toda esta sociedad capitalista está podrida y los que quedan fuera de sus esquemas desiguales reaccionan inevitablemente con violencia”. Todo ese punto de vista es enunciado mediante diálogos pomposos -hay una conversación en un helicóptero que es un poco vergonzosa desde su trazo grueso- o actitudes (como las de los políticos o autoridades que están por encima de Lammark) que rozan lo inverosímil desde sus remarcaciones. Esa impostación afecta incluso el recorrido de su personaje principal: Falco podría ser una actualización de la Clarice Starling de El silencio de los inocentes, pero la revisión que hace de su propio pasado es forzada y excesivamente explícita en casi toda la película.
No se puede negar que Szifrón sabe narrar y que mantiene la atención del espectador sin grandes dificultades, delineando un relato donde tanto los protagonistas como el asesino se expresan a través del profesionalismo. Sin embargo, la frialdad se impone y hasta le quita atractivo al relato. Szifrón, por más que arroje referencias explícitas al cine de Steven Spielberg o quiera construir una heroína que podría vincularse al cine de James Cameron, termina pareciéndose mucho más en su mirada cinematográfica a Christopher Nolan. Misántropo, un thriller apenas correcto, en este último aspecto, es una clara continuidad de la senda marcada por Relatos salvajes. No deja de ser llamativo -aunque no sorprendente- que pocos señalen esto en el contexto de la crítica argentina. Quizás ya es momento de dejar de tener vacas sagradas.