Difícil pero no imposible
La quinta entrega de la franquicia de ‘Misión Imposible’ logra llevar de las narices al espectador como el mejor cine clásico de Hollywood.
En una época superpoblada por franquicias, por universos compartidos y por películas que son remakes, reboots, partes de un engranaje mayor que excede el mundo del cine, la serie de Misión Imposible parece vintage. En primer lugar, no tiene una “mitología”. Más allá de que algunos personajes se repitan, cualquier película se puede ver sin haber visto las anteriores, un poco a la manera de las viejas series de TV -no es casual que esté basada en una de los años '60 y '70- que enganchábamos desordenadamente en nuestra tele de tubo; pero, sobre todo, apela al lenguaje cinematográfico como única arma para conquistar a sus espectadores. A nadie le importa el traje de Ethan Hunt ni el modelo de auto que maneja, ni siquiera suele ser tan importante el cast, ni si vuelve algún personaje de algún episodio anterior, ni quién interpreta al villano, ni su peinado, ni su maquillaje. Se hicieron cinco películas en veinte años y están ahí, no silenciosas pero con el marketing justo para cualquier lanzamiento grande, sin un buzz exagerado entre una y otra. Pero cada nueva entrega es mejor que la anterior.
Probablemente el gran responsable sea Tom Cruise, una de las pocas estrellas totales de Hollywood, un tipo que no sólo corta entradas sino que produce películas, que protagoniza sus propias escenas de riesgo, y que es capaz de elegir con inteligencia a sus directores. Así como la serie de Misión Imposible es vintage, Cruise es una estrella al estilo del cine clásico de Hollywood, de la época pre-autores en las que los espectadores iban a ver “la última película de Errol Flynn” y su director Michael Curtiz era apenas un empleado.
Pero estamos bien entrados en el siglo XXI y los “empleados” que elige Cruise son tipos que aprendieron de aquellos autores del cine clásico que reivindicaban los géneros: principalmente Alfred Hitchcock. En ese sentido, es notorio que quien dirigió la primera entrega de la serie en 1996 haya sido Brian De Palma, al que se suele señalar como el mejor alumno del maestro del suspenso. Y aquella Misión Imposible tenía esas escenas hitchcockianas que funcionaban aisladas del resto del relato: no importa si la viste una sola vez en el cine hace veinte años, seguramente te acordás de la escena de la gota de sudor.
Esta quinta entrega de Misión Imposible, Nación secreta, está dirigida por Christopher McQuarrie, que escribió junto a Bryan Singer la extraordinaria Los sospechosos de siempre y ya en esta década escribió los vehículos de Cruise Al filo del mañana y Jack Reacher -esta última también la dirigió-. McQuarrie es un director inteligente y sólido que sigue al pie de la letra las enseñanzas de Hitchcock: Nación secreta está repleta de escenas que utilizan dos o tres elementos para generar tensión y suspenso. Hay una secuencia inolvidable en una ópera -con una cita bastante explícita a El hombre que sabía demasiado-, una persecución en moto, una secuencia bajo el agua y una escena con una bomba que recuerda, también, aquel ejemplo hitchcockiano de la bomba debajo de la mesa.
En Nación secreta vuelven Jeremy Renner, Simon Pegg y Ving Rhames y se suma Alec Baldwin como el contacto político del grupo, pero resultan una sorpresa la chica y el villano. Rebecca Ferguson es lo más parecido a “chica Bond” de todas las Misión Imposible, pero no sólo es sexy -hay una escena en la que emerge de una piscina en bikini- sino que salva al nuestro héroe en más de una oportunidad; y Sean Harris es, quizás, el mejor villano de toda la serie. No es casual que ni Ferguson ni Harris sean demasiado conocidos: Nación secreta, a pesar de ser el quinto capítulo de una franquicia, inaugura terreno, crea, inventa. Y en ese plan, no echa mano a nombres probados como en su momento fueron Jon Voight y Philip Seymour Hoffman, sino que hace laburar a su director de casting como hace laburar a cada uno de los encargados de los diferentes rubros.
El resultado es una película que funciona a la perfección: tiene la tensión justa cuando la tiene que tener, una trama que no se pierde en vueltas de tuerca innecesarias (pero que las tiene) y algunos golpes de humor con el tono y en el lugar ideales para aliviar las tensiones. McQuarrie y Cruise logran algo difícil pero no imposible: llevar al espectador de las narices a través de 130 minutos y manipular sus emociones con las herramientas del cine.