Corridas con clase
Dos buenas secuencias: la inicial, con el protagonista encaramado a un avión que despega llevándoselo consigo (astutamente seguida de la excitante presentación con la imperecedera música del argentino Lalo Schifrin), y la de un intento de asesinato en plena representación de Turandot en la Ópera de Viena (compleja y divertida, con guiños al Hitchcock de El hombre que sabía demasiado aunque sin platillos, más ecos de El Padrino III y hasta de Femme fatale de De Palma). Ambas resultan lo mejor de esta quinta ocasión en que se aprovecha para el cine la marca de fábrica Misión imposible, proveniente de la serie televisiva de espionaje e intrigas que fue un verdadero suceso a fines de los ‘60.
El resto no es más que una suma de lugares comunes: intempestivos viajes para aquí y para allá (Minsk, París, Londres, Casablanca, La Habana), vidas salvándose en el último segundo (¿hasta qué punto es creíble que el agente Ethan Hunt pueda realmente morir en algún momento?), máscaras permitiendo que cualquier personaje pueda ser otro porque sí, persecuciones automovilísticas, engaños varios, deliberaciones explicativas, algo de humor. Todo ello encadenando planos brevísimos, lustrosamente fotografiados e invadidos por una música omnipresente. Si ese mejunje rebosante de sobresaltos ingenuos es suficiente para ubicar a Misión imposible – Nación secreta en un sitio privilegiado dentro de lo que prodiga el cine de acción estadounidense actual, dependerá en buena medida de las expectativas y la afición al género del espectador.
De quienes acompañan al protagonista Tom Cruise –juvenil e inocuo todavía a los 53 años– sólo se luce Rebecca Ferguson, como una agente británica sinuosa, nunca frágil ni aniñada.
Bautismo de fuego para la industria de Christopher McQuarrie (1968, Princeton Junction, EEUU) después de una módica experiencia como realizador (Al calor de las armas, Jeack Reacher) y guionista (Los sospechosos de siempre, Operación Valquiria, Al filo del mañana), Misión imposible – Nación secreta vuelve, como lo hicieron también –con sus más y sus menos– las anteriores de la saga, a sumir su sinfín de peripecias en ambientes sobriamente elegantes, poblados de tecnología y personajes con clase. Desde la casa de discos del comienzo hasta la bikini de Ferguson y las motos de Cruise, todo conduce a un glamour que no es ostentoso, tomando algo de distancia del universo James Bond.
En tanto, las internas entre la CIA, empresas multinacionales, gobiernos corruptos y grupos terroristas (incluyendo uno que desvirtúa despreocupadamente el sentido de la palabra Sindicato) conforman aquí una especie de liviano juego de salón, una partida de ajedrez que en su transcurso se va cobrando varias piezas sin que la sangre salpique a sus carismáticos jugadores.