El mundo según Tim Buton. y su obsesión sobre las relaciones familiares
Tal vez hay un tiempo para recapitular. Para reflexionar lejos del árbol que tapa el bosque. Es interesante pensar el cine de esa manera. Como un gran bosque compuesto por infinitos micro sistemas que a su vez conforman un gran universo artístico, en el cual conviven las distintas aristas que lo componen como un todo unívoco e irrefutable.
Como espectador uno puede estar en la butaca en diversas posturas. Tal vez la más generosa, para con uno mismo sea la de estar dispuesto. Permeable. Entregado a la convención de aceptar la intención de un director de contar un cuento, y en este sentido lo mejor podría ser el dejarse llevar, en lugar de esperar con la soberbia del: “a ver qué me dan”.
Para quien escribe estas líneas sobre la última película de Tim Burton (a la vez las últimas como “critico” – honrando en las comillas a quienes estudiaron, se recibieron y ofician de tales -, es menester aclarar el sentido de hacerlo como una suerte de despedida del oficio. Un despegue hacia otros caminos, para que luego los colegas entrañables puedan tener la libertad absoluta de destruir el futuro trabajo delante de las cámaras. Por ello (y sin abrir ningún paraguas) remito a lo que varias veces he dicho respecto de esta tarea tomándome de la premisa aprendida por el editor: “La opinión del crítico de cine no debería ser más que una guía para el espectador. Una forma de apreciar y decodificar el lenguaje cinematográfico a la hora de construir una ficción”. Palabras más, palabras menos.
Por suerte uno puede decir “the end” con una obra como “Miss Peregrine y los niños peculiares”. No solamente porque es una muy buena realización, sino porque toca hablar de un director con particular obsesión sobre las relaciones familiares. Cuando un espectador se compenetra con el mundo “según Tim Burton” sabrá del eje dramático sobre el cual se apoyará la historia. Podrá ser por conflictos en la relación padre-hijo, como en “Charlie y la fábrica de chocolate” (2005), o “El joven manos de tijera” (1991), o por la ausencia del primero, explícita en “El gran pez” (2003), a partir de la idealización de la figura paterna. Por eso no es de extrañar que el gran creador haya aceptado dirigir el comienzo de esta saga.
Jacob (Asa Buterfield, el nene de “La invención de Hugo Cabret” dirigida por Martin Scorsese en 2011), ama y admira a su abuelo Abe (Terence Stamp). Por razones a descubrir luego, hay una conexión entre ellos. Un gusto particular por escuchar historias fantásticas de viajes y peripecias las cuales, a medida que el niño crece, se van diluyendo en credibilidad. Pero una noche, su abuelo es cruelmente asesinado, aunque antes de morir le da instrucciones a su nieto. De esas instrucciones que uno adivina serán el puntapié inicial de una aventura de aquellas.
Hábil en la construcción de personajes, Burton dará tiempo suficiente para que el pase de la niñez a la pre-adolescencia se tiña del escepticismo provocado por un padre (la generación intermedia), austero en la demostración de cariño, que ser hijo de ese abuelo no es lo mismo que ser nieto.
Sobre estas tres muestras de las diferentes etapas del hombre en pos de la (¿culturalmente impuesta?) madurez, es donde el director hace hincapié. La excusa perfecta será una aventura atravesada por mundos paralelos emparentados por dos obras de arte gigantes. La primera, insoslayablemente, se apoya en Lewis Carroll y su “Alicia en el país de las maravillas”, versionada por Tim Burton oportunamente, en el 2010. Si un botón sirve como muestra, en lugar de “caer” en un agujero aquí se lo atraviesa por una cueva.
La otra (si uno lee la novela de Ransom Riggs sobre la cual se basa esta adaptación y le saca los espejitos de colores), es el guión de “Hechizo del tiempo” (o “El día de la marmota”), de Harold Ramis, 1992, en el cual al protagonista se le va duplicando el mismo día una y otra vez. La diferencia sería cuántica en éste caso (si concatenamos ambos universos), porque, a diferencia de aquél personaje, interpretado por Bill Murray, justamente en la repetición del día es donde los “peculiares” de esta historia se encuentran y se consideran a salvo.
Habrá varias lecturas adicionales para hacer. Primero, los “monstruos” a los que se hace referencia cuando la historia ocurre en 1943, luego (sutilmente), la de lo obsoleto de la tecnología cuando se trata de las relaciones humanas (¿Para qué sirve el teléfono celular si no se tiene a la persona al lado o no se la puede tocar en estos tiempos?). Tal vez la más contundente es la de la necesidad del sistema de fagocitarse a sí mismo consumiendo los ojos (en tanto, la visión) de las futuras generaciones.
El disfrute de la “máscara” de éste estreno, es decir la belleza exterior, está en la dirección de arte de Phil Harvey, Rod McLean, Jeffrey Mossa y Mark Scruton; la fotografía de Bruno Delbonnel, el vestuario de la enorme Coleen Atwood; y por supuesto la brillante partitura de Michael Higham y Matthew Margeson, todos vaticinios de claras nominaciones al Oscar 2017.
Más allá de los análisis minuciosos, está la historia. El cuento. Eso que uno va a buscar al cine. Un tipo que sepa relatar el mundo en formato de ficción. Tim Burton hizo con los elementos del cine algo verdaderamente difícil de lograr: Un universo estético característico, vivo e ineludiblemente propio.
¡Viva su cine pues! Hasta la próxima.