Tim Burton se convirtió en un usurero de su propio universo. Resulta imposible analizar un estreno del director sin verse obligado a repasar su filmografía, a repensar su trayectoria, a intentar rastrear en qué momento perdió el rumbo o cómo hizo para no perderlo jamás, porque el desconcierto ante cada película nueva también tiene algo de déjà vu.
Es revelador que su última obra enteramente satisfactoria, Frankenweenie (2012), sea la correcta síntesis de su poética, un ensamble que combinó en idénticas proporciones mecánica con sentimiento. El genio atrofiado de Burton en Miss Peregrine y los niños peculiares se expone con una claridad digna de autopsia: hay tres partes discernibles de aciertos pendulares.
En la primera, Burton narra con paciencia y madurez. Presenta al protagonista de la historia, Jake, interpretado con convicción y sobriedad por Asa Butterfield, el chico de La invención de Hugo Cabret. La cámara capta lo justo y necesario y eso permite apreciar uno de los fuertes en la obra de Burton: la plástica, esa habilidad para explicarlo todo a través de colores y texturas y hacer de la experiencia cinematográfica un goce sensorial.
En este primer tercio, cada plano se compone de cuadrados, formas angulosas y colores primarios, manifestando la tranquila mediocridad del suburbio, una clara reminiscencia a El joven manos de tijera.
La segunda parte es la transición de Jake al mundo de los mutantes. La acción se desarrolla en un pueblo abandonado, neblinoso y monocromo. La intromisión al orfanato de donde habitan estos niños frikis es sugestiva y envolvente, pero cuando el traspaso de realidades se concreta –otra temática fija en Burton: Beetlejuice, Charlie y la fábrica de chocolate–, nos decepcionamos ante una convencional aventura adolescente.
La previsibilidad narrativa, sin embargo, se balancea con momentos hechizantes, pequeñas escenas de gran impacto visual, y no necesariamente desde lo técnico. Hay una pelea de muñecos filmada en rústico stop motion, un niño muerto velado hace más de 70 años, un enfrentamiento multitudinario en un parque al compás de música tecno.
Son viñetas desenfrenadas en donde Burton juega con rabia en lugar de fabricar el juguete. La conclusión es agridulce: mientras más recursos ofrece Miss Peregrine para delirar, más apocado se muestra Burton, más subordinado a una espectacularidad de imaginación anémica, a la yuxtaposición desordenada, como si resignase su osadía pictórica para multiplicar las líneas narrativas y allanarle el terreno a las próximas adaptaciones de la saga literaria.