La primera mitad de Miss Peregrine y los niños peculiares es deslumbrante. Visualmente y porque convence de que estamos ante el mejor Tim Burton en mucho tiempo, uno que recuerda aquel director único, creador de imágenes imborrables surgidas de una imaginería personalísima, sensible a los freaks, a los diferentes.
La novela juvenil de Ransom Riggs, sobre un hogar escuela para chicos peculiares dirigida por Miss Peregrine, parece haber sido escrita, con su fantasía, su fotogenia vintage y su vínculo con el universo de Harry Potter, para que Burton la pusiera en escena. Es la historia de Jake (Asa Butterfield, el ya crecido niño de La invención de Hugo), un chico incomprendido que tiene una relación especial con su abuelo -Terence Stamp-, afecto a contarle historias fabulosas sobre la casa para niños especiales en la que vivió huyendo de Polonia antes de la guerra.
Con la ausencia del abuelo, Jake y su indeseable padre viajarán a la escuela y Jake encontrará un portal que lo llevará a 70 años antes. Allí conocerá a la directora, capaz de mutar en halcón, fumadora de pipa y con la tremenda presencia de Eva Green, diosa gótica.
Entre los chicos con el gen recesivo de la peculiaridad hay una chica tan liviana que debe llevar unas botas pesadas para no volar hacia el espacio, un niño invisible, un taxidermista y otros fenómenos humanos. El tiempo es un tema central: la directora es capaz de manipularlo al punto que cada día vuelve el reloj atrás: antes del bombardeo alemán que destruyó el lugar, en 1943.
Pero la segunda hora de la película es invadida por los efectos especiales, la incorporación de un villano y un deshilachado, confuso y cansador paso hacia el film de acción. Uno más, uno como tantos. Todos los elementos visuales -el diseño de producción, el increíble vestuario- están bien, muy bien. Pero el corazón de la historia, pisoteado por la estridencia de los efectos y la obligación de aventura, queda por el camino.