Cursilería sin atenuantes
Nadie en su sano juicio podría encontrarle méritos artísticos a las telenovelas que Andrea del Boca protagonizaba de niña (rodeada de compañeritas hostiles y monjas compinches), a las películas en las que bailaba y cantaba el grupo español Los Parchís (hubo cuatro durante los años en los que los argentinos no podíamos escuchar a Mercedes Sosa, a Zitarrosa o a Serrat), a los programas televisivos pergeñados por Cris Morena (con sus bellos adolescentes y aforismos musicalizados), a la telenovela venezolana Cristal, o a aquella suerte de Cenicienta pasada por los manierismos publicitarios de Adrian Lyne que se llamó Flashdance (1983). Se les podrá encontrar valor sociológico o afectivo, ya que indudablemente forman parte de la infancia de muchos argentinos, pero sería insólito que se los celebre sin mediar reflexión de ningún tipo, ni siquiera una intención satírica. Eso ocurre con Miss Tacuarembó, primer largometraje escrito y dirigido por Martín Sastre (1976, Montevideo, Uruguay), basado en la novela homónima de Dani Umpi.
El guión no sólo es estúpido, también es reaccionario. Basta decir que lo que la protagonista más desea en la vida es ser reina de belleza primero y triunfar en Hollywood después, y que los personajes deslizan comentarios nada inocentes como “¿Qué puede tener de malo una telenovela?”. La lealtad del amigo homosexual, el desengaño amoroso, las resistencias de la gente conservadora a los “artistas”, la manipulación de la televisión, y hasta los reproches a Jesucristo, no sólo se han visto miles de veces en el cine sino que, además, están resueltos con un infantilismo irritante. Es importante señalar que en la novela de Umpi el retrato juvenil de los ’80 incluye marihuana, besos entre chicas, amigos con el aspecto de Marilyn Manson y otros elementos que no llegaron a la versión cinematográfica, cubierta de una falsa candidez.
A tono con este espíritu, la estética de Miss Tacuarembó es todo el tiempo amanerada y cursi, con una iluminación recargada, vulgares efectos especiales, fulgores y estrellas de cotillón. Los pasos coreográficos son breves y recuerdan el clima festivo impostado de las películas argentinas de antaño.
Que nadie piense que estas opiniones implican menoscabar los fenómenos de la cultura popular, ya que con materiales similares se han hecho obras maestras. Muchos directores, empezando por Federico Fellini, han sabido darle sentido al caos y al reciclaje de referentes populares. Pedro Almodóvar demuestra una y otra vez su capacidad para construir obras imaginativas a partir de retazos, guiños cinéfilos, boleros y convenciones del melodrama. De la misma manera, ha habido homenajes dignos, inteligentes, a canciones livianas, de esas que se tararean fácilmente: Conozco la canción (1997, Alain Resnais) y Aquel querido mes de agosto (2009, Miguel Gomes), por ejemplo. Tampoco Miss Tacuarembó puede compararse con productos que han resultado divertidos o bizarros sin proponérselo: si en una película de Armando Bo asomaba un diálogo desatinado era producto de la ingenuidad y la improvisación, mientras que aquí puerilidades y clisés se enfatizan con autoconciencia, como si sus responsables tuvieran la convicción de estar haciendo algo original cruzando Sweet Charity (1969, Bob Fosse) con Jesucristo Superstar (1973, Norman Jewison).
¿Qué más decir? Natalia Oreiro insiste en mostrarse aniñada a los 33 años. Mónica Villa y Mirella Pascual parecen escapadas de Esperando la carroza y El último verano de la boyita, respectivamente. Mike Amigorena canta bien. Melina y Julieta Petriella son muy lindas. Rossy de Palma no. Las canciones de Ale Sergi (de Miranda!) son pegadizas. Y las ideas escenográficas del parque temático religioso podrían haber sido aprovechadas en otro contexto.