Miss respetos
Diez millones de frascos de perfume, Coqueterías y Mujercitas, un casette de Parchís, un muñeco de Alf, un vestidito de Mi pequeño pony, una cabrita que se llama Madonna, Jeannette Rodríguez en el televisor haciendo de Cristal con Carlos Mata, la música de Flashdance, los lentes flúor, los jardineros de jean, nenes que dicen “Qué copante” o frases como “La gremlin esa”: desde el emporio de los ochenta (“No me gusta nada que sea de los noventa” dice en un momento Natalia) llega una historia recompleja, retorcida, banal, que a todo el mundo le viene gustando –menos a la iglesia, me imagino. Punto para Martín Sastre, que estrena justo en la semana del deschave retrógrado.
Miss Tacuarembó es Natalia (pero no, porque acá todo es mentira), una nenita que de pueblo chico y ultraconservador-opresivo-grotesco, sueño mediante, viene a Buenos Aires para presentarse a cuanto casting pueda y así cumplir el sueño de cantar y bailar, como Madonna, como Jennifer Beals, veinte años después del apogeo ochentero de las mismas. Hay algo trágico de por sí, en ese sueño. Natalia ahora tiene treinta, un par de arruguitas debajo de los ojos, y el mundo es un poco distinto: es el mundo del reality. Por eso el sueño –acaso degradado, ah, tema para pensar- es salir en el programa conducido por Rossy de Palma y, excusa del reencuentro con una madre que no se quiere mediante, terminar cantando frente a la cámara.
De los ochentas aburridos y pueblerinos –relato centrado en una iglesia tremebunda comandada por la siniestra mandamás del pueblo (sorpresa ahí), contracara mal vestida de la mandamás real que pasa en auto revoleando pañuelos perfumados- a la actualidad de la changuita en Cristo Park, parque temático cristiano (más redundancia por mi parte imposible), hay muchas ideas y vueltas espiraladas y confusas, imprevistas, que el espectador de buena voluntad, ya sea porque tenga diez o le guste Natalia o comparta la nostalgia por los ochentas o porque se entregue como nunca nadie a la fragmentación caótica del mundo, podrá disfrutar como chico en el carrito de tren fantasma, de giros bruscos y sorpresas sorpresivas que quieren sorprender, y que harán al espectador escéptico preguntarse si este Sastre sabe armar un traje.
¿Es posible no pensar, mientras se está viendo Miss Tacuarembó, “esta película podía haber sido buenísima”? No, no es posible. Primero que nada, porque Natalia es hermosa y justifica todo, cada vez que aparece. Porque cuando empiezan los títulos y la voz de ella canta, mal pero dulcemente, como corresponde, Mi vida eres tú, y después What a feeling mientras dos chicos ensayan una coreografía con la gracia irrefutable de los chicos cuando imitan mal y juegan para nadie, yo, por lo menos, que fui una nena en los ochentas y entiendo la vuelta desesperada a la ingenuidad de la época, ya estaba adentro. ¿En qué momento la película se empieza a resquebrajar, hasta caerse al piso sin demasiado estruendo como el Cristo de yeso de esa iglesia? Probablemente cuando aparece Mónica Villa en el mismo papel de Esperando la carroza, como si fuera gracioso. Probablemente más cuando aparece la villana sobreactuada por una pobre Natalia que no puede disfrazarse más para hacer de otra cosa. Probablemente, del todo, cuando la madre de Natalia llora, recargada de maquillaje y colorete en los cachetes pero de verdad, frente a una Rossy de Palma que festeja (hace rato que no veo una actriz tan maltratada).
El problema es del tono, y de la mezcla de tonos, y del pastiche que a veces funciona y a veces no. Acá, lo terrible no parece terrible y el terror no da terror, lo alegre alegra pero hasta ahí nomás –es la sonrisa de Natalia- y todo termina con un clip que parece propaganda de John Cook. ¡Qué lástima! Cuando se hace tanta fuerza para ser divertido, lo que sale es, bueno, eso que a veces sale cuando se hace mucha fuerza. Habría que poner a Miss Tacuarembó al lado de Camino, que también es sobre la ingenuidad y la fantasía y la imaginación contrastadas con el terror de la opresión, pero bien hecha y zarpada, para dilucidar la fórmula que a veces da una película buenísima y otras veces una cosa, medio aburrida. O habría que pensar que los ochentas son un poco inimitables y que no hay nada más difícil, cuando se elige lo berreta y trabajar con materiales fascinantes por altamente fetichizados, que hacer una buena película mala.