Antihéroe entre la realidad y lo imaginario.
¿Qué saldría de una hipotética cruza entre la amabilidad, la paleta de colores y la tendencia a la simetría visual de las películas de Wes Anderson y el desajuste generalizado que rige a los personajes de la obra de Martín Rejtman? Posiblemente algo muy parecido a Miss. Estrenada en una de las subsecciones del Panorama del último del Bafici, y vista en varios festivales nacionales en los últimos meses, entre ellos el de Bariloche, la ópera prima de Robert Bonomo –nada casualmente asistente de dirección en Rapado– es una de esas películas cuyo grado de sensibilidad y falta de pretensiones hacen que sea imposible enojarse con ella. ¿Pero es buena? En parte, sí. Lo es cuando construye un universo que utiliza un marco referencial evidente como punto de partida en lugar de llegada; es decir, cuando las particularidades del cine de Anderson y Rejtman sobrevuelan el relato sin quitarle su carácter autónomo. No lo es tanto cuando el guión, escrito por el realizador junto a ni más ni menos que Juan Villegas y Santiago Giralt, soslaya algunos atisbos de oscuridad que, con un poco más de intencionalidad venenosa (¿un poco más de Retjman?), complejizarían la parábola amorosa del protagonista.
Típico héroe andersoniano, y de filiación china y japonesa, Robert (Roberto Makita) vive tironeado entre el mundo real y uno imaginado. En el primero las cosas no parecen ir del todo bien: él es un aparato (camisa dentro del pantalón, cinturón a la altura del ombligo, desgarbado, flaquísimo, carisma cero) que se gana la vida como extra en publicidades y ocasional cuidador de casas mientras espera la llegada del amor de su vida y la posibilidad de romper un récord mundial para formar parte de su libro de cabecera, el Guinness. Pero en su presente, de mujeres, ni hablar: tiene casi 30 y ni siquiera ha besado a una. Ellas parecen llegar únicamente mediante su creatividad, tal como ilustra la película que él imagina y en la que es objeto de disputa de una rubia y una morocha infernales. La medianía de su vida es irrumpida cuando conozca a Laura, aspirante a modelo pero que tampoco sabe muy bien qué quiere y a la que la actriz Malena Villa le aporta una mirada triste y melancólica digna de Kristen Stewart.
Robert, en principio, imagina las mil y un formas de acercarse a ella. Incluso llega al extremo de observarla por la calle, en la puerta de su facultad o en la casa sin que ella lo note, detalle que el film toma como anecdótico cuando quizá ahí estaba la llave para dotarlo de al menos un doblez que lo vuelva menos unidimensional. En ese sentido, da la sensación que Miss confunde el cariño para con su personaje –que indudablemente lo tiene– con incondicionalidad. La chica, casi sin darse cuenta, empezará a incluirlo en sus actividades, forjando un vínculo que concluirá de la misma forma que diez de cada diez comedias románticas. Pero eso a fin de cuentas importa poco, porque aquí, como en las road movies, vale más el viaje que el destino. Y el viaje es ameno, sin rugosidades, ni golpes bajos, ni nada que incomode.