Moacir Dos Santos llegó de Brasil hace casi tres décadas; a esta altura es, como él mismo le dice a un (semi) compatriota en la embajada brasileña en Buenos Aires, “brasileiro y argentino”. Pero no nos adelantemos, porque para llegar a codearse con la élite Moacir tuvo que pasar primero un largo calvario. Sin trabajo y entregado a diversos excesos, fue internado con un diagnóstico de esquizofrenia paranoide en el neuropsiquiátrico Borda, donde pasó gran parte de su vida porteña. Allí lo conoció Lipgot, que trabajaba en otro documental, y allí comienza la extraordinaria historia de Moacir; una que llena de sentido a ese impreciso “poder curativo de la música”. Beneficiado por la externación a sus 65 años, Moacir piensa dejar los fantasmas atrás grabando un disco de canciones propias que estuvieron, como él, perdidas largos años. La sabia marca personal del crooner Sergio Pángaro garantiza el final feliz de la empresa, muy literalmente: hay que ver el gozoso videoclip de los títulos de cierre, una fiesta vuela-pelucas al ritmo del samba contagioso que Moacir lleva en la sangre y que –sépanlo– canta y baila como pocos.