De Moacir dos Santos, el entrañable personaje que Tomás Lipgot retrata con calidez y sensibilidad en este semidocumental, puede decirse que es un genuino artista popular brasileño. Nacido en una familia de muy humilde condición y criado en la favela, todo lo que sabe de música lo aprendió allí, en el morro o en las calles donde a veces lograba ganar algunas monedas ayudando a sus hermanos mayores. Primero escuchaba cantar a otros que como él repetían los viejos éxitos que están en la memoria popular o las más modestas creaciones de los que emulaban a los consagrados y aspiraban a hacerse un lugar entre los ellos. Desde que supo que tenía esa "voz fuerte", con falsete, que ahora hace oír en muchos momentos del film, él también soñó con volverse artista, quizá grabar un disco. Vino a la Argentina hace casi 30 años, "como todos, en busca de trabajo". Traía una docena de canciones propias que registró en Sadaic, pero la suerte le fue esquiva: debió caminar mucho, "de iglesia en iglesia" para procurarse el alimento diario. Tampoco la salud mental lo acompañó: estuvo diez años internado en el hospital Borda.
Allí lo conoció a Tomás Lipgot (Ricardo Becher, recta final), que lo eligió para su documental Fortalezas (2010), donde reunía historias de personas recluidas en instituciones. Cuando volvió a buscarlo para dedicarle un film entero, no lo encontró. En el sueño de ser cantor, el que Moacir nunca abandonó, había encontrado la fortaleza para resistir. Así, había obtenido el alta médica y un subsidio habitacional. Ahora, a los 68 años, se presenta como brasileiño y argentino, vive en una pensión en Constitución y está conversando con Lipgot sobre los temas que incluirá en la película, mientras se acicala frente al espejo. Es muy coqueto, tiene que ir preparándose para enfrentar la cámara y dialogar con Sergio Pángaro, que además de encargarse del arreglo de sus canciones y a veces también acompañarlo en el canto, será su interlocutor ideal.
Moacir conserva la ilusión intacta; por fin cumplirá su sueño. Humilde como es y agradecido como está, hasta despuntará en él alguna pizca de ingenuo divismo cuando se sienta protagonista. Y cantará, con toda su voz y sus sinceros arranques de histrionismo sambas y boleros clásicos y varias obras de su autoría, entre ellas la muy pegadiza Marcha do travesti.
El film se beneficia con la frescura y la naturalidad de su protagonista; lo muestra en su pequeño mundo, descubre el lugar decisivo que la música ha tenido en su vida y escucha con respeto y espíritu solidario el relato de sus desdichas, de la empeñosa lucha que lo llevó a valerse otra vez por sí mismo y de la felicidad que le produce ahora ver algo de su viejo sueño finalmente cumplido. Haber captado esa emoción y transmitirla sin artificios es el principal mérito del film, que incluye un clásico de Paulinho da Viola ("Foi um rio que passou em minha vida") y el samba con el que Salgueiro ganó el carnaval de 1969 ("Bahia de todos os deuses"). El final es una fiesta con el encantador clip de Gabriel Grieco sobre la linda marcha de Moacir que bien merecería ser incorporada al repertorio clásico del carnaval.