Un mar de rutina.
En una pequeña isla en la antigua Polinesia vive con su gente Moana, una joven de dieciséis años, hija única de un importante jefe descendiente de un gran linaje de viajeros. Moana es inquieta, valiente y desea internarse en el oceáno para encontrar una isla legendaria que salve a su pueblo. Su padre se opone a ese viaje, pero su abuela está con ella. Moana reniega de su condición de princesa y quiere ser aventurera, convirtiéndose en la heroína que salve a su pueblo.
Por supuesto que el viaje se hará y en ese camino Moana conocerá al semidios Maui, quien la ayudará en su misión. Aunque la etnia de la protagonista sea una novedad para Disney, es solo eso lo nuevo que ofrece la película. Los directores veteranos Ron Clements y John Musker, quienes salvaron a los estudios Disney con La sirenita (1989) e hicieron entrar al estudio en una nueva etapa de éxitos que no ha cesado desde entonces, vuelven a trabajar en la dirección. Pero si en La sirenita fueron una revolución, acá hay que decir que la película parece una mala copia de aquellos grandes títulos.
La aventura es entretenida y el humor, aunque bastante codificado, tiene algunos instantes rescatables. El problema son las canciones, todas y cada una de las canciones de la banda de sonido sobran. Son más de veinte minutos que la película no necesita y entorpecen todo, alteran el tono, arruina la precisión del relato. Ni hablar de la falsedad inconmensurable que tienen algunas de ellas. Moana es real hasta que canta y se transforma en un lugar común de musical de Broadway mediocre llevado al cine. Moana deja de ser novedad cuando canta y parece ser una mera excusa para vender discos. Sería genial escuchar esas canciones y comprarlas también si fueran buenas, pero no lo son, son de lo peor que ha dado el estudio.
Sin canciones Moana podría haber funcionado, con ellas es una de las películas menos interesantes que haya dado el cine de animación de los estudios Disney.