Si en Primero Enero (ganadora de la Competencia Argentina del BAFICI 2016) la relación padre-hijo tenía algo de melancólica, de despedida anticipada, de fin de una etapa, en Mochila de plomo ese vínculo directamente ha quedado trunco. La ausencia, la pérdida, la angustia, la falta de explicaciones y el sentimiento de venganza invaden a Tomás (Facundo Underwood), un chico de 12 años que vive con una madre (Elisa Gagliano) que no lo contiene demasiado, como tampoco lo hacen su abuelo ni sus tíos (ni mucho menos el hostil entorno escolar).
Tomás está particularmente movilizado porque es el día en que sale de la cárcel Nenino (Agustín Rittano), quien todo indica ha sido el asesino de su padre. El protagonista se hace de una pistola que guarda en la mochila del título y empieza a vagar en buscar de algunas respuestas que los adultos tantas veces le han negado o disfrazado con eufemismos o medias verdades que no hacen más que alimentar los fantasmas. No conviene adelantar nada más.
Mascambroni, que citó a Kes, de Ken Loach, y a Los 400 golpes, de François Truffaut, como modelos (podríamos sumar a Crónica de un niño solo, de Leonardo Favio), maneja con criterio e inteligencia la lógica de un chico de 12 años y consigue de Underwood y de Gerardo Pascual (que interpreta a su amigo Pichín) dos actuaciones con la suficiente contundencia como para sostener la creciente tensión y el suspenso de un drama con ciertos elementos de thriller que dura poco más de una hora.
La dinámica de una ciudad de provincia como Villa María en Córdoba (fotografiada con precisión por Nadir Medina), con sus canchitas de fútbol, los chicos que se mueven en bicicletas o motonetas y sus rencillas callejeras, es el contexto ideal para este viaje interior y externo de Tomás, quien en medio de la soledad, la desorientación, la frustración y el rencor intenta construir su identidad e iniciar su intrincado camino hacia la adultez.