UN MUNDO SIN SOLUCIONES MÁGICAS
Lo que le interesa a Darío Mascambroni no son las grandes historias, o por lo menos, no narrarlas de forma épica. Sí cierta predilección por las atmósferas y los desplazamientos. Al igual que en su película anterior, Primero enero, aquí también hay un viaje, un derrotero que debe seguir un pequeño Ulises de doce años llamado Tomás y la mochila de plomo que aporta posee un doble sentido. En el plano material es un arma que le han pedido que tenga por un tiempo, un hecho contado con naturalidad y sin escándalo, aunque la violencia implícita en medio de una realidad social adversa e ignorada por la política cobra una fuerza mayor que lo que se ve. Luego, en el plano moral, la carga se vincula con la muerte de su padre cuyo asesino sale de la cárcel.
Toda la secuencia inicial que va desde lo general a lo particular es un pretexto para recortar al protagonista. Los movimientos de cámara buscan, no imponen, y es un rasgo ético para con el protagonista que se mantendrá a lo largo de la película. No se trata nunca de una intrusión y esto se sostiene a partir de pequeños indicios y angulaciones que respetan el punto de vista del chico. Los rituales de los pibes conducen a una serie de acciones cotidianas que trazan el universo social de Tomás, un ambiente donde hay que convivir con la indiferencia de los adultos, las instituciones y el miedo de los otros, de los que no se hacen cargo.
Un aspecto interesante dentro del cuadro minimalista elegido por Mascambroni es el suspenso generado por el hecho mismo del traslado del arma. Tomás se desplaza por diversos lugares y uno sabe que en cualquier momento puede estallar (me hizo acordar a la bomba de Sabotage de Hitchcock). Sin embargo, lejos del afán sensacionalista, el director apuesta por el curso natural de los acontecimientos antes que por estallidos innecesarios. Asimismo, en este viaje de paradas negativas, acompañamos a Tomás para soportar la falta de comprensión de un mundo enfrascado en el individualismo feroz. Los adultos ponen reparos, hacen la suya. Abandonan. No hay gritos ni declamaciones, sino una dejadez suficiente para que comprendamos un estado de existencia en el que el héroe es anónimo y está a años luz de las versiones edulcoradas de sagas oportunistas al estilo de Harry Potter. En este mundo no hay escobas que vuelan ni magia posible, sino una supervivencia basada en el amor propio y la resistencia. El mutismo y la quietud (una pose recurrente) aquí encubren el dolor.
Siempre hay en esta clase de películas un momento cuya intensidad no radica en el desborde. Tomás descubre la ropa de fútbol que vestía su padre y se mira al espejo. Por primera vez, la cámara se acerca como en ningún otro tramo, elige acompañarlo afectivamente en una escena clave, despojada de dramatismo pero con contenida emoción. Sin embargo, lamentablemente la felicidad es efímera y un encuentro con su abuelo (también evasivo) confirmará la tesis naturalista de la historia: no hay salida siempre que exista el pecado de omisión.
El pasaje final es conmovedor. Un pequeño gesto de restitución familiar quiere, necesita desarmar esa tesis naturalista.