Polaroid de locura ordinaria
El veterano realizador sueco Jan Troell suma a su vasta filmografía un valido relato que mezcla el drama, el cine social y las referencias autobiográficas. De su autoría se recuerda Los Inmigrantes (Utvandrarna, 1971), un film que data ya de cuatro décadas y por el cual obtuviera nominaciones al Oscar y que cuenta en sus filas protagónicas a los enormes Max von Sydow y Liv Ullmann.
Ambientada a principios del siglo XX en medio de una convulsionada comunidad sueca, la película narra la historia de cómo una mujer -una de las primeras fotógrafas suecas- enfrenta las adversidades que una sociedad desestabilizada le depara, así como al mismo tiempo también deberá sortear las crisis personales que le afectan irremediablemente con el paso de los años.
Si Ingmar Bergman era el costado sugerente, onírico y poético del cine sueco, Troell representa la cara que expone el concepto social de un cine de indudable carácter y tradición. Con tintes autobiográficos (la protagonista de la historia es la abuela de Troell) el autor estructura su película en base a pretextos sociales y búsquedas artísticas definidas.
Momentos que duran para siempre (Maria Larssons Everlasting Moments, 2008) es un mosaico de sensaciones y relaciones humanas que poseen una cuota de insatisfacción. Desencuentros amorosos, engaños y desilusiones varias confrontan al individuo ante cuestiones existenciales en donde el arte como expresión humana es un canal emocional valido y necesario.
Troell, paralelamente, retrata a un pueblo y una familia conviviendo con la violencia y el miedo. El clima familiar es desgarrador y en permanente destrucción. Mientras tanto, afuera en el mundo, la realidad socio político entrega un quiebre que resignifica una época, plagada de crisis sociales, injusticia, hambre y desempleo. El sufrido rol de la mujer en la sociedad machista de comienzos de siglo es otro aspecto preponderante, aquí presa de los avatares que le provoca un marido irresponsable. La fotografía es ese oasis en medio de la tormenta, donde los momentos eternos pueden captarse y evadirnos de la realidad. Un punto de huida e inspiración fuera de una realidad que deja caer ante si su falsa fachada de aparente felicidad, de sólidas bases construidas y hábitos sanos.
El vuelo visual del film es un gran apoyo a la hora de justificar el relato de un personaje desamparado, que busca sobrellevar la pobreza –material y afectiva- por medio de la fotografía. El autor, en un tono pausado, va jugando junto al espectador con aspectos referentes a la imaginación y sus límites a veces poco marcados entre ésta y la realidad. La instantánea fotográfica desnudará las penurias económicas, los problemas domésticos, la sociedad liberal, los amores secretos, los instantes que la retina no olvida jamás y la cámara fotográfica congelan en la eternidad.
Es allí donde el film se asienta sobre las bases del retrato social: creencias políticas, la guerra, el matrimonio y la conflictiva adolescencia son varias de las aristas que con mayor o menor profundidad y con más o menos suerte, el film aborda. La cámara se convierte en los ojos de esta mujer, sus capturas son el deseo de detener el tiempo, aunque sea por un instante. La historia así deja ver la mirada sobre esta afición como una vía de escape a sus penas, y toda la carga dramática que estas esconden detrás. Allí el film se encumbra como uno de crítica social sosteniendo que en medio del caos -incluso- puede existir el arte, o la vida.