Fotos del alma
Para María Larssons (Maria Heiskanen, soberbia interpretación) el azar era tan inmodificable como el destino. Es que en la Suecia de 1900, el rol de la mujer (y más aún tratándose de la clase trabajadora) se circunscribía únicamente al cuidado y crianza de los hijos y a estar siempre dispuesta a los caprichos de un marido. Por eso, fiel a esta tradición, María no tardó en acumular niños (llegó a tener 7) y tampoco en tener que aguantar un alcoholismo incipiente de su esposo Sigfrid Larsson (Mikael Persbrandt).
Sin embargo, un premio de lotería que consistía en hacerse acreedora de una cámara fotográfica hará que de a poco la protagonista comience a descubrir de manera intuitiva un mundo diferente, que sólo exige renovar la mirada. Sobre ese eje de transformación, a partir de la mirada de María Larssons –abuela política del director Jan Troell en la vida real- gira la trama de Momentos que duran para siempre, multipremiada obra que recién ahora llega a las salas porteñas en cuentagotas y que reconstruye la rica biografía de esta mujer que puede considerarse para la época demasiado valiente al intentar transformarse -sin preparación alguna- en una verdadera fotógrafa, que mediante sus imágenes dejó plasmada toda una época en sintonía directa con los primeros pasos del cine mudo.
Hay dos elementos en los cuales acierta el veterano realizador danés: el desapego oportuno de la voz en off ya que quien narra la historia es Maja (Birte Heribertsson), una de las hijas de María que heredó de su madre el temperamento y el gusto por la fotografía y, por otro lado, la renuncia expresa al punto de vista unidimensional para mezclar el juego de miradas entre los personajes, pues María observa pero también es observada y juzgada tanto por la censura de su marido como por la de su entorno más próximo.
Otro acierto lo constituye la mínima presencia de la guerra (Primera Guerra Mundial) como trasfondo y puesta siempre en un segundo plano, así como la historia de amor trunca entre María y un fotógrafo Sebastian Pedersen (Jesper Christensen), responsable de su transformación artística y personal.
No obstante, más allá de la excelente fotografía del propio realizador Jan Troell junto a Mischa Gavrjusjov, la película nunca pierde su carga de dramatismo y emotividad que junto al tratamiento de la imagen impregnada de tonos sepias generan como resultado una propuesta de una gran riqueza visual y ajustada narración cinematográfica.