Mommy

Crítica de Emiliano Román - A Sala Llena

Wonderwall.

Si hay un tema recurrente en la obra del joven realizador canadiense Xavier Dolan, es la madre. Suelen ser roles maternos bastante fallidos, mujeres algo excéntricas, con altos rasgos fálicos y poca evidencia de la función paterna, que aparece ausente o muy debilitada. Si en su ópera prima, Yo Maté a mi Madre, el cineasta abordaba cómo un joven rebelde adolescente podía matar simbólicamente a su madre, en Mommy, su quinto y último trabajo, el circuito edípico toma un giro hacia lo contrario, es la madre la que puede renunciar a su rol y desentenderse de su hijo.

El film se centra en una distopía basada en una Canadá ficticia donde los padres pueden entregar al estado a aquellos hijos que sean problemáticos o tengan severos trastornos psicológicos. Es así cómo Diane (Anne Dorval), una mujer viuda, va a buscar a su hijo al establecimiento donde asistía, ya que fue expulsado por desórdenes conductuales. Steve (Antoine-Olivier Pilon) es un adolescente con comportamientos antisociales, una estructura de personalidad muy border que lo hace extremadamente compulsivo y con la imposibilidad de poder reprimir impulsos ante algunas situaciones.

La convivencia entre ellos dos será explosiva y es ahí donde Dolan puede demostrar su madurez narrativa sumergiéndose de manera magistral en la construcción de los personajes y el vínculo, dando cuenta de los conflictos internos que vive cada uno a partir de un pasado no resuelto sin ser sobreexplicativo. Un tercer personaje se suma a esta pareja de madre e hijo, Kyla (Suzanne Clément), una vecina que sufre las secuelas de un pasado reciente muy traumático. Los tres actores nos regalan esas interpretaciones que no se olvidan, ya que encarnan sus personajes con solidez e imponente calidez interpretativa.

Filmada en un formato de 1:1, que parece ser un capricho más de un director visto por muchos como snob, la película adquiere sentido a medida que avanza el relato. La encerrona asfixiante en la que viven estos personajes se despliega muy bien en la pantalla gracias a esta modalidad de presentación. De hecho, es la obra menos narcisista de él: no aparece en cámara ni en un solo plano, aflojó con algunos vicios como la intensidad de los colores, la imagen es mucho más limpia con un trabajo de fotografía impecable, y los ralentí son usados en el momento exacto donde la intensidad dramática se apodera de la historia.

Una de las características principales de su filmografía es el buen uso que hace de la música y acá es el pilar fundamental del film. Descubrimos varias canciones conocidas que son resignificadas en las escenas, así suenan hermosas piezas de Dido, Counting Crows, Celine Dion, Beck, Lana Del Rey, una maravillosa secuencia onírica con la desgarradora Experience de Ludovico Einaudi, y una de las escenas más memorables de todo el metraje de la mano del mega clásico de Oasis Wonderwall, donde lo visto hasta el momento adquiere un nuevo sentido gracias a este tercer personaje que funciona de corte en el lazo simbiótico entre madre e hijo.

Una gran variedad de recursos cinematográficos (visuales, interpretativos, musicales y narrativos), son utilizados para contarnos un relato freudiano extremo con tinte melodramático pero sin perder sus buenas raciones de humor, que atrapa desde el primer minuto y logra la obra más madura, reflexiva, nihilista e intensa del enfant terrible canadiense.