Erase una vez en la salvaje estepa
No parecen haber sido muy interesantes los años en los que Gengis Khan todavía no era Gengis Khan, sino un muchacho llamado Temudjin. No, al menos, como lo cuenta el ruso Sergei Bodrov en Mongol. Contando con un generoso presupuesto provisto por capitales kazajos, mongoles, rusos y sobre todo alemanes, Bodrov narra infancia y juventud del hombre que llegaría a ser uno de los más poderosos de la tierra con lujos fotográficos, a los que la copia en DVD que a partir de hoy se presenta en salas locales difícilmente haga honor. Lujos fotográficos, cientos de extras, varias cámaras para filmar las batallas y poco más: es asombrosamente escaso lo que el espectador de Mongol puede llegar a aprender sobre esos años de formación. Por más que se atraviesen un buen par de décadas, un largo par de horas y kilómetros y kilómetros de áridas estepas.
Todo ocurre a fines del siglo XII, y Bodrov lo narra en dos tiempos. En el primero de ellos, el joven Temudjin, preso como una fiera en manos de su enemigo jurado, Targutai, recuerda cuando era niño y aquél asesinó a su padre, prometiendo llevar la muerte a toda su descendencia. Liberado de prisión gracias a la intervención de su amada, Temudjin (interpretado por el actor japonés Tadanobu Asano, visto en Bright Future, Zatoichi y Café Lumière, entre muchas otras) terminará combatiendo a quien fuera su hermano de sangre, Jamukha, unificando a todas las tribus de la zona, imponiendo una ley donde hasta entonces había barbarie, coronándose Gengis Khan y dando inicio al Imperio Mongol, que a lo largo del siglo XIII llegaría a extenderse desde Europa Central hasta el Océano Pacífico, y desde Siberia hasta Mesopotamia, la India e Indochina.
En una palabra, Bodrov se entrega, en Mongol, a una de las pasiones más permanentes de lo que ha dado en llamarse “el alma rusa”: el culto al líder poderoso, el hombre fuerte, llámese Zar, Khan, Emperador, Stalin o Putin. La originalidad –si puede dársele ese nombre– es que en este caso no se asiste al cenit de su poder, sino a los prolegómenos. Más allá de los peligros que ese culto entraña, el mayor problema de Mongol es de orden dramático. Lejos de brindar la posibilidad de conocer a una figura histórica, la película se limita a hacer desfilar hechos, de modo tan ensayado y burocrático como una parada oficial. Matan al padre, secuestran a la madre, el niño huye, conoce a la que será su amada, se convierte más tarde, por lo visto, en el único guerrero de la historia que a la vez haya sido hombre de familia, venga al padre y así sucesivamente.