La película de Roschdy Zem rescata la historia de Rafael Padilla, el primer artista negro que trabajó en un circo francés, apodado el payaso Chocolat.
La vida de Rafael Padilla sirve como pocas para ilustrar lo que se conoce como la dialéctica del amo y del esclavo. Nacido en Cuba, cuando aún era una colonia española, en la segunda mitad del siglo XIX, este descendiente de africanos llegó a convertirse en uno de los artistas de variedades más famoso de Francia bajo el nombre del payaso Chocolat.
La película de Roschdy Zem no es una biografía en sentido estricto, no se subordina a los hechos documentados, sino que ensambla un conjunto de episodios reales con otros tergiversados o ficticios, precisamente para ilustrar, como si se tratara de un teorema, esa tensión entre un negro oprimido y sus opresores blancos, algunos brutales y otros condescendientes, pero todos atravesados por un mismo sentido de superioridad racial.
Esa marcada decisión ideológica del director y los guionistas provoca un divorcio entre el plano concreto y el abstracto de Monsieur Chocolat. Por un lado, es una bella y melancólica reconstrucción de época, con dos actores magníficos como protagonistas (Omar Sy, en el papel de Chocolat, y James Thierrée, en el de Footit). Por otro, es una prueba más de que una fábula filosófica (extraída de los seminarios de Alexandre Kojeve sobre Hegel) raramente funciona como materia cinematográfica.
Por ese motivo, la primera mitad de la película, cuando la intención alegórica no es tan expresa, alcanza un estado de gracia o de realidad suspendida que tiene mucho que ver con el mundo del circo, donde no sólo la fuerza de la gravedad queda entre paréntesis sino también la monstruosidad y la animalidad, redimidas en puro espectáculo.
Ni el relato episódico ni los flashbacks innecesarios afectan esa gracia, la cual pertenece tanto a la cámara de Roschdy Zem (que se mueve al ritmo de las emociones de los personajes), como a la historia de ascenso y caída que está contando.
Pero una vez más las buenas intenciones pavimentan el camino del infierno, porque alcanzan un tono de declamación cuando Chocolat se ve enfrentado a los poderes reales y conoce a un providencial sabio haitiano que le explica lo que la película venía mostrando tan bien. Así lo obvio se vuelve demasiado obvio. Y, en vez de progresiva conciencia, lo que resulta es un sermón progresista, indigno de alguien que hizo reír a dos generaciones en Francia.