Un vértigo histórico y también humano.
Al documental le cuesta decidir de qué modo organizar sus materiales, a pesar de lo cual éstos son lo suficientemente poderosos para terminar constituyendo una experiencia emocional de infrecuente intensidad.
Documental desparejo, daría la impresión de que a Monumento le cuesta decidir de qué modo organizar sus materiales, a pesar de lo cual éstos son lo suficientemente poderosos para terminar constituyendo una experiencia emocional de infrecuente intensidad. El film dirigido por Fernando Díaz (cuyo trabajo más conocido es la ficción Plaza de almas) se ordena en relación con dos ejes, ambos relacionados con la memoria de la Shoá, tal como se la vivió en la Argentina. Uno de esos ejes es la construcción del Monumento Nacional a las Víctimas del Holocausto Judío, aprobado por el Congreso Nacional en 1996 e inaugurado el 26 de enero de este año en la Plaza de la Shoá, ubicada en Avenida del Libertador al 3800. El otro es el Proyecto Aprendiz, llevado adelante en el Marco del Museo del Holocausto y consistente en la vinculación entre sobrevivientes directos y jóvenes descendientes de sobrevientes de la Shoá, suerte de pase del testigo que corre contra el tiempo. Con buen criterio, Díaz decidió narrar en paralelo ambos hechos, que hallan en la preservación de la memoria su lazo en común, aunque la narración no siempre halla la fluidez necesaria entre uno y otro plano del relato.
La construcción de un monumento no es algo muy carismático en términos cinematográficos. Contrariamente, que todavía existan sobrevivientes de los campos de concentración del nazismo, que además viven entre nosotros y que no suelen aparecer en los medios (más allá de alguna excepción como Jack Fuchs, columnista de este diario) pide a gritos que el cine documente su experiencia. Que aparezcan aquí varios de ellos con la suficiente lucidez, cierto distanciamiento de la tragedia vivida, una dosis sorprendente de vitalidad y hasta de sentido del humor parecía una oportunidad única para poner la cámara a su servicio, algo que por la estructura elegida Monumento hace sólo en parte. Eso basta para que una de ellas diga a la distancia, aquilatando la vida vivida y las generaciones dadas a luz: “¡Tomá, Hitler, acá estoy!” O para que otra recuerde, con llamativa calma, de qué modo su padre la sacó en forma clandestina del Ghetto de Varsovia y cómo, después de años de vivir negando la existencia de sus padres, cuando se reencontró con ellos ya no pudo volver a llamarlos papá y mamá. O la que rememora al tío gracioso que cuando llegó de Polonia a Argentina sin saber una palabra de castellano, le dijo en una fiesta que al servir a los invitados tenía que decirle a cada uno “tomá, boludo”.
Por el lado de la construcción del monumento, a cargo del arquitecto y escritor Gustavo Nielsen y su socio Sebastián Marsiglia, lo más interesante es la discusión suscitada el día de la presentación del proyecto en el Museo del Holocausto ante un grupo de sobrevivientes e hijos de sobrevivientes, donde muchos reaccionan airados ante lo que por distintos motivos sienten como poco representativo de lo que significó la Shoá. Un inesperado salto en el espacio, que simbólicamente también lo es en el tiempo y que produce una sensación de vértigo histórico y humano, permite dar también un enorme salto emocional a toda Monumento cerca del final, revalorizándola por completo. La conexión táctil de una sobreviviente con el monumento, a través de él con su propia memoria y en definitiva con la memoria de la humanidad en pleno, cierra la película en un alto plano emocional.