El cine es una cuestión de mirada. De atención y creencias. De cómo el espectador se sumerge en la pileta e inmerso, busca llegar a lo profundo para salir a la superficie a inhalar y exhalar en ese otro mundo, que no es más que una realidad a la salida de un cine o a la vuelta del sillón en el confort de nuestra casa. Mientras tanto la entrega debe ser absoluta, siempre y cuando se esté sincronizado con el relato y sus formas. El problema es cuando una pared cargada de inconsistencias obstaculiza el goce a cada instante y, al intentar poner el foco absoluto en una película cuyas intenciones son flacas (raquíticas, diría), la cosa solo puede generar bostezos y sopor. Porque por más que se intente y que todo esfuerzo titánico sea bien intencionado, es imposible entrarle a Moonfall, última parafernalia del alemán mercachifle, muchas veces simpático, Roland Emmerich; viejo especialista en mostrarnos todas las posibilidades de cómo el mundo puede hacerse bosta, con lujo de detalles y de efectos especiales.
Acá la cosa no es más original que de costumbre: los protagonistas suelen ser, en el cine de Emmerich, profesionales (La sombra de Hawks) y en su gran mayoría expertos en su terreno. Lo mejor de lo mejor. Desde Stargate hasta acá podemos corroborar que Roland parece fascinado con personajes que se calzan su profesión al hombro y gracias a su tenacidad poder resolver cualquier conflicto, sea este una iguana mutante monstruosamente gigante, una invasión de otro mundo o la destrucción del planeta como respuesta/castigo por nuestros maltratos ecológicos. En Moonfall el turno es de un astronauta que, tras un desafortunado acontecimiento del pasado, se encuentra retirado y sin un mango, casi en la quiebra. Para hallar la redención deberá aceptar una misión a pesar suyo donde debe pilotear una nave hacia la luna y hallar, junto a otros dos expertos, una solución al desastre cataclísmico (si es que este adjetivo existe) que provoca la luna al acercarse a la tierra y desprender todo tipo de energías que harían horrorizar a los fanáticos del horóscopo y su luna llena en Cáncer.
A Emmerich lo queremos. Es verdad. Despierta simpatías varias si tenemos en cuenta que dirigió grandes (en todo sentido y espacio) obras de la irresponsabilidad. Una catralada y seguidilla de catástrofes que funcionan como montaña rusa/disparate dentro de la industria más disparatada del cine: Hollywood. Tenemos Día de la independencia, Godzilla, El día después de mañana y su obra más notable y lograda hasta la fecha, la excelente 2012, dueña de los momentos más hermosos que haya brindado una feliz destrucción del mundo. Para ver morir(nos), Emmerich es todo un autor, que se comporta como un Dios (qué director no lo es ante sus obras) cuyo alcance y virtud es tener la posibilidad de mostrarnos en imágenes cómo cree, se imagina, que la vida llega a su fin en cualquier momento. Su cine se comporta como una advertencia futura, aunque sus películas sean bien actuales y su logro radique en unir mundos que colisionan debido a que cierto orden de cosas es violado y encuentra una forma de defenderse, atacar, protegerse. Porque parte de su cine está manejado por el caos y la impredecibilidad de la naturaleza o el universo que nos rodea y del cual no tenemos noción sobre su inestabilidad. Ese caos también puede invadir las bondades de su cine y Moonfall es la prueba más cercana a la inestabilidad del autor (más allá de todo pronóstico pienso que Emmerich, con sus fallas y virtudes, lo es, y más allá de si ser “autor” hoy en día sea una cuestión vetusta, pasada de moda).
Toda la película está atravesada por una liviana humorada que no genera ni la más mínima sonrisa y distrae de la tensión que supo manejar con mano maestra el director en varias de sus mejores películas. Acá no dilata el tiempo en pos del crescendo de la intriga, más bien lo apura, como si quisiera ir directo al grano sin vaselina y chantarnos en la jeta en seco algunas escenas de sus ya conocidos desconches catastróficos. Si la mayoría de las situaciones se ven deslucidas es porque nada en Moonfall se ve creíble y allí radica su peor defecto: no importa qué desmadre, enemigo o situación nos presente Emmerich ante nuestros ojos, su mayor virtud pasa por que dentro de sus universos cada problemática se vea y perciba creíble, identificable en su desesperada carrera por sobrevivir. En Moonfall todo luce chato, vacío, desganado y sin una pizca de intentar al menos contar bien una historia. La idea de la fuerza extraterrestre que habita la luna y desestabiliza el orden en la tierra no está mal, o al menos parece interesante. Cómo la construye Emmerich y nos intenta hacer partícipes es ya otro tema: termina rozando lo vergonzoso, con un inverosímil que va más allá de las irresponsabilidades más guasas que pueda entregar el cine (acto que ya alcanzó en su 2012), siempre y cuando el tono o la identificación con sus personajes sea el adecuado y no una mera excusa para mostrarnos otra forma de cómo el mundo se puede ir al carajo. Moonfall es el declive más grande en la no tan notable pero aceptable carrera de Emmerich. Que me haya noqueado en algún momento y haya disfrutado de la comodidad de la butaca para una siesta es motivo de pensar que a Emmerich le llegó su verdadero fin del mundo.