El director alemán regresa al espíritu de sus éxitos de cine catástrofe con resultados poco estimulantes.
Alguna vez el Rey Midas de la taquilla global (allí están los éxitos de Día de la Independencia, 2012 y El día después de mañana para comprobarlo y su puesto Nº 16 en el ranking de directores más taquilleros de todos los tiempos con ingresos solo en cines por más de 4.000 millones de dólares), el alemán Roland Emmerich parece haber perdido el “toque”, ya que desde hace más de una década que no logra un suceso importante (hasta Contraataque, secuela de Día de la Independencia, funcionó muy por debajo de las expectativas en 2016).
Durante las décadas de 1990 y los 2000 a Emmerich podían castigarlo con las críticas más despiadadas y lapidarias, pero sus películas seguían contactando una y otra vez de forma masiva con el público. Sin embargo, en determinado momentos esa fidelidad se cortó y desde hace ya bastante tiempo aquel director indestructible se convirtió en uno con mandíbula de cristal.
En ese contexto, Moonfall -otro megatanque de 140 millones de dólares de presupuesto- aparece como un intento desesperado por reconquistar el tiempo, el público y los dólares perdidos, un regreso a las fuentes de su cine apocalíptico y el “rompan todo”. La película tiene algunos hallazgos y aciertos durante una primera hora en la que sostiene cierta lógica, pero en la segunda mitad ya es cualquier cosa, un despropósito narrativo, una suerte de sub-2001, odisea del espacio (y del cine) sin el más mínimo verosímil ni justificación de guion.
La sinopsis (léase excusa argumental) es la siguiente: una fuerza misteriosa hace que la Luna se salga de su órbita y la acerca cada vez más a la Tierra con consecuencias devastadoras (impactante trabajo de CGI para exponer crecientes inundaciones, lluvias de meteoritos y un largo etcétera de catástrofes). Tras múltiples fracasos, la única esperanza es enviar una misión con una nave poco menos que destartalada y tecnología en desuso liderada por Brian Harper (Patrick Wilson), un ex astronauta caído en desgracia; KC Houseman (John Bradley en modo comic relief), un patético cultor de teorías en apariencia conspiranoicas; y la ahora ejecutiva de la NASA Jo Fowler (una inexpresiva Halle Berry).
La narración pendula (sin demasiada armonía, admitámoslo) entre cuestiones más intimistas ligadas a las dinámicas familiares de los protagonistas y la dimensión épico-patriótico-espacial con la reivindicacion de los losers (sobre todo Harper y Houseman) en medio de la corrupción o la inoperancia institucional-gubernamental (en ese sentido, hay ciertas similitudes con la reciente película de Netflix No miren arriba).
El problema principal de Moonfall -además de su acumulación de clichés y lugares comunes, claro- es que nunca se decide si ser una película que se toma en serio a sí misma (y al público) o si, por el contrario, apuesta de lleno a la autoparodia y a la sátira. Es precisamente esa indecisión, su propia contradicción interna, la que hace que no termine siendo ni una cosa ni la otra.