Desde los tiempos de Día de la independencia (1996), Roland Emmerich se empeña con la ayuda de la más poderosa maquinaria tecnológica de Hollywood en mostrarnos que hay mil y una maneras de destruir el mundo desde la pantalla. Hay que reconocerle al director alemán una perseverancia a toda prueba en este terreno. Tan convencido está de su lugar como máximo exponente del apocalipsis de nuestro planeta que hizo de Moonfall, según propia confesión, su proyecto más personal y soñado.
Tanto, que decidió salir a buscar por las suyas los recursos para financiarlo. La considerable suma que logró acopiar (140 millones de dólares) le garantizó el control absoluto de esta producción. La decisión más saludable que tomó Emmerich fue sostener contra viento y marea el lanzamiento de la película en los cines. No tendría ningún sentido verla en cualquier otra pantalla de dimensiones reducidas.
El problema de Moonfall no pasa por su gigantesca escala y la espectacularidad que la envuelve. Emmerich quiere además que nos tomemos mucho más en serio esta historia (supuestamente la más “comprometida” con sus ideales) que sus cataclismos anteriores, divertimentos completamente inverosímiles que se disfrutaban como tales y que además contaban con un costado humano nada desdeñable en medio de la destrucción generalizada.
Moonfall cuenta cómo nuestro planeta queda expuesto a una hecatombe casi inmediata después de que ciertas fuerzas extrañas alteran la órbita lunar y transforman a nuestro único satélite en un arma letal y devastadora. Un astronauta caído en desgracia por haberse anticipado en su momento a esta realidad, su excompañera transformada en responsable máxima de la NASA y las disfuncionales familias de ambos, más un extravagante cultor de teorías conspirativas protagonizarán la aventura de salvar al planeta (y de salvarse ellos mismos) a través de la suma de todos los lugares comunes del género y de las películas anteriores de Emmerich.
Lo que queda de ellas es la reiteración del muestrario de la destrucción del planeta a través de efectos digitales igualitos a los que veíamos en 2012, sobreexplicaciones con supuesta lógica científica (con el foco puesto en la inteligencia artificial) para subrayar todo lo que no puede decirse con imágenes, y la exposición en un forzado y obvio montaje paralelo de lo que ocurre en el espacio exterior y la imposible lucha por la supervivencia de un pequeño grupo humano en la superficie nevada de Aspen, todo armado a las apuradas. Cosas muy parecidas ocurrían en las películas previas de Emmerich, pero con un poco más de coherencia y emoción. Como se ve, no falta nada. Tampoco los militares opuestos a cualquier solución racional y el oscuro científico que se arrepiente de sus pecados y omisiones.
Halle Berry, Patrick Wilson y John Bradley (el inolvidable Sam Tarly de Game of Thrones) transpiran un poco y cumplen a reglamento con los gestos de angustia y las caras de asombro. Todo está aquí demasiado calculado, hasta el agradecimiento explícito a China por su aporte económico a través de un personaje valeroso y un par de elogiosas frases institucionales.