Una fuerza misteriosa cumple la ley de causa y efecto; tanto hemos hecho por dañar el planeta que ahora el castigo se dirige directamente hacia nosotros. Ya sabemos lo que vamos a ver por anticipado: el alemán Roland Emmerich adora destruir la Tierra. La incendia, la congela, la inunda. Tomemos previos abordajes del cine catástrofe apocalíptico como “Día de la Independencia” (1997), “El Día Después de Mañana” (2004) o “2012” (2012). Halle Berry y Patrick Wilson son dos rostros conocidos que se suben a la nueva ola fatalista. Jugo de luna se derrama por la gran pantalla, sendas estrellas resisten estoicas. Emmerich, como niño con juguete nuevo, echa a andar su simple vehículo de entretenimiento. Retoma la preocupación vertida por “No Miren Arriba”, podría el mundo acabarse; si bien su abordaje dista del registro elegido por la más recomendable película de Adam McKay. Aquí, cataclismos diversos amenazan la civilización, conformando el menú del primer tanque norteamericano de 2022. Un terreno conocido que despliega ante nuestra mirada escenarios propios de películas del Hollywood más pochoclero. Un especialista en utilizar los artilugios visuales con fines de espectacularidad sabrá hacer lo previsible con tamaña magnitud de destrucción. En detrimento de la narrativa, las elecciones tomadas rozarán lo grotesco y lo estrafalario. Caos a toda velocidad que olvida la lección de ritmo cinematográfica impartida hace décadas por Robert Bresson. Vivimos tiempos de penosa instantaneidad. Una tripulación de héroes inverosímiles se lanza al espacio exterior, en peligrosa e improbable misión de salvar al plantea y a la humanidad. La gesta nos mantiene entretenidos. No mucho más sostiene al relato.