EL DÍA DE LA INDEPENDENCIA DESPUÉS DE MAÑANA
Posiblemente a partir del insólito éxito de Día de la Independencia, Roland Emmerich se convenció de que estaba destinado a ser el rey del cine de desastre hollywoodense. Para eso hay que tener un gran ego, algo que al realizador le sobra, si tomamos en cuenta sus declaraciones en diversas entrevistas. Además, se necesita vocación creativa y cierta devoción por el género, y también algo de eso ha mostrado Emmerich, aunque con numerosos altibajos. Es que El día después de mañana tiene un relato sólido y eficaz; El ataque es una grasada tan autoconsciente como disfrutable; y la primera hora de 2012 funciona casi a la perfección. Por el contrario, Godzilla es por momentos inmirable; la segunda mitad de 2012 y Midway exhiben unos cuantos problemas; y mejor ni hablar de Día de la Independencia: contraataque, esa secuela tardía e indefendible.
Contra viento y marea sigue adelante Emmerich con su propósito en la vida, y entonces nos trae Moonfall, que presenta una premisa tan sencilla como compleja: una misteriosa fuerza saca a la Luna de su órbita alrededor de la Tierra, con lo que la pone en curso de colisión contra nuestro planeta y rumbo a acabar con toda la vida existente. Decimos sencilla porque, al fin y al cabo, a lo que vamos a los espectadores es a ver imágenes potentes que nos muestren qué pasaría si nuestro satélite empezara a acercarse demasiado. Y decimos compleja porque, para llegar a ese escenario, el realizador monta toda una trama repleta de conspiraciones y mitología alienígena completamente disparatada -que encima roba de todos lados- que solo podría ser enunciada por un freak como el interpretado por John Bradley, en un rol que parece hecho a su medida. Él, junto a dos astronautas interpretados por Halle Berry y Patrick Wilson, serán los improvisados encargados de llevar adelante una misión aún más disparatada para salvar al planeta, que afronta catástrofes de cada vez mayor escala.
Así, Moonfall arma un relato que luce como un cruce entre esa ciencia ficción inflamada e inflada de Día de la Independencia y la del escenario catastrófico estilo El día después del mañana. El problema es que a Emmerich le cuesta bastante más encontrar el ritmo apropiado para disponer de forma mínimamente ordenada todos los elementos narrativos. Por eso es que quizás el film solo en contadas ocasiones encuentra la dinámica apropiada: si en muchos pasajes se muestra algo timorato y lento, en otros acumula eventos a las apuradas y un poco torpemente. Hay incluso algunos personajes directamente anémicos, sin sustancia alguna y con interpretaciones que rozan lo paupérrimo, como el del hijo de Wilson y el ex esposo de Berry, que encima tienen espacios importantes dentro de la subtrama familiar y territorial que va en paralelo a la misión a la Luna.
Sí hay que reconocerle a Emmerich que, cuando se esfuerza, es capaz de llevar a su concreción ese componente esencial del cine catástrofe, que son las imágenes impactantes a partir de sus marcos de destrucción a todo nivel. Ahí tenemos un puñado de escenas donde la Luna se convierte en un objeto tan bello como atemorizante, capturando la atención del espectador y recuperando algo de la fascinación apocalíptica que estaba reducida al mínimo en Día de la Independencia: contraataque. Eso, más cierta vocación explícita por el absurdo y una autoconsciente falta de sentido del ridículo -en especial en los minutos finales, que abrazan el artificio con fervor-, convierten a Moonfall en una experiencia llevadera y algo divertida, aunque muestre a Emmerich todavía lejos de su mejor forma.