El productor Todd Garner dijo en una entrevista que Simon McQuoid se propuso hacer “la película de lucha definitiva” con Mortal Kombat. Imposible saber si la hipérbole representaba fielmente las intenciones del director australiano o fue un desliz celebratorio de Garner. Lo cierto es que, a luz de los resultados, el objetivo estuvo muy lejos de cumplirse.
Rebobinemos antes de avanzar. Mortal Kombat marcó a fuego el ideario gamer con una exitosa franquicia que fue furor en el Arcade durante la primera mitad de los '90, época en las que el cine empezaba a nutrirse con más frecuencia del mundo de los bits, con la icónica Super Mario Bros como referente. Fue así que en 1995 el por entonces desconocido Paul W. S. Anderson (el mismo de Resident Evil) filmó la adaptación, actualmente disponible en la plataforma de streaming Amazon Prime Video.
A 25 años de aquella película, un estrepitoso fracaso comercial, llega una nueva versión que, sin embargo, de nuevo tiene poco y nada. Apenas una impronta más realista en sus hiperviolentas y sangrientas peleas cuerpo a cuerpo con cuanto elemento filoso pueda imaginarse. Tanto mejor funcionaría Mortal Kombat viendo solo sus escenas de acción.
La historia está centrada en Cole, un luchador de “vale todo” –personaje creado para esta película- que descubre una marca de nacimiento. La ayuda de un comandante de las Fuerzas Especiales con la misma marca lo lleva hasta Sonya Blade, líder de un grupo de luchadores que deberá honrar a sus ancestros peleando contra los enemigos del Outworld.
Como en toda película de pelea, habrá un largo entrenamiento que genera un crecimiento físico pero también personal, lo que implica que entre los enfrentamientos –lo único valorable- haya interacciones entre personajes carentes de interés, por fuera de la afectividad que pueda tener cada espectador hacia Sub-Zero, Kano o Scorpion. Piñas, patadas, memoria emotiva... y no mucho más.