Un enfoque reducido al morbo
El motín de Sierra Chica tuvo tantos ribetes cinematográficos que era inevitable que alguna vez se convirtiera en película. Recordemos: en la Semana Santa de 1996, un grupo de presos fracasó en un intento de fuga y terminó tomando el penal de máxima seguridad. Durante los ocho días que duró el motín, los doce cabecillas -conocidos como Los Doce Apóstoles- tuvieron en su poder a una veintena de rehenes, que incluyeron guardiacárceles, pastores evangélicos y una jueza que había entrado a negociar. Y aprovecharon para ajustar cuentas con una banda rival: mataron a otros ocho presos, cuyos restos incineraron en el horno de la cárcel y, supuestamente, también usaron como relleno de empanadas.
A partir de estos hechos, Jaime Lozano hace una ficción que no pretende ser un retrato fidedigno de lo que ocurrió, sino una recreación. Pero todo lo que pasó fue tan escabroso, que se necesitaba mucha pericia para no caer en el grotesco. Y en muchos momentos, la película parece un capítulo de Sin condena o alguna otra de esas ficciones berretas de aquel Canal 9 de Romay. Fallan muchas de las actuaciones -con algunas excepciones, como Alberto Ajaka, Luciano Cazaux o Daniel De Vita-, ciertos detalles de ambientación y, sobre todo, el enfoque, que termina reduciéndose al morbo. Sobre todo, alrededor de dos hechos puntuales: el tratamiento que recibió la jueza -con el desarrollo de un síndrome de Estocolmo más la siempre latente posibilidad de una violación- y el momento de las famosas empanadas.
La película, sin embargo, es efectiva en la denuncia del comportamiento de las autoridades en todo el asunto: tanto la Justicia, como la Policía Bonaerense y el Servicio Penitenciario aparecen como corresponsables de esta situación puntual y del estado crítico de las cárceles en general, que parece no haberse modificado demasiado desde entonces.