Empanada de preso
La banda de Los doce apóstoles se hizo famosa en las crónicas periodísticas de los noventa por haber sido responsable de lo que se conoció en la historia del servicio penitenciario argentino como el motín más sangriento, del que existe un libro del periodista Luis Beldi, quien reveló detalles atroces y consiguió testimonios de sus cabecillas, además de numerosos informes periodísticos que más allá de los datos de color y la morbosidad dejaron en evidencia la crisis del sistema penitenciario; las aberrantes situaciones de muchos presos comunes y un sinfín de interrogantes y pases de factura entre las cúpulas del sistema carcelario nacional y las autoridades políticas.
En el relato cronológico resulta clave la fecha de vísperas de pascuas en el año 1996 cuando en la Unidad N° 2 de Sierra Chica por la tarde y con muy poca seguridad se produjo un intento de fuga de 13 presos con el saldo de uno de ellos muerto (de ahí el nombre 12 apóstoles) que derivó luego en la toma total del penal con más de mil presidiarios -que hicieron las veces de rehenes- a los que se sumaron 13 guardias, dos pastores evangélicos. A horas de iniciado el motín, que rápidamente tomó estado público y se hizo eco en otros penales, se apersonó al lugar la entonces jueza en lo Criminal y Correccional Nº 1 de Azul, María Mercedes Malére, quien ingresó al penal junto a un secretario para mediar en el conflicto, y ambos fueron capturados por los internos.
La carpintería del penal y el horno de panadería son los elementos más importantes además de la cifra de ocho muertos –presos todos ellos- cuyos cuerpos fueron incinerados o utilizados para la preparación de empanadas, hecho que coronó el trascendido periodístico y que marcó a fuego la anécdota de Los doce apóstoles y sus renombradas empanadas de preso.
Así las cosas, la ficción de Jaime Lozano -basada en este hecho real- procura ilustrar algunos de los acontecimientos acaecidos en Sierra Chica para transmitir desde la tensión del relato las horas de infierno que fueron oscureciendo a medida que pasaron los días y donde la situación no estaba en absoluto controlada por las autoridades, bajo la amenaza permanente de lo que pudo haber sido una masacre de gran magnitud que no llegó a concretarse por las negociaciones entre los involucrados con el servicio penitenciario.
El antecedente cinematográfico más cercano en cuanto a película carcelaria es la prolija y artísticamente noble El túnel de los huesos (2011), pero Motín en Sierra Chica se ubica muy por debajo en materia cinematográfica y se aproxima a lo que podría emparentarse con una serie televisiva por los registros actorales y la rusticidad de la puesta en escena. No alcanza jamás el nivel por ejemplo de la serie Tumberos –altamente superior en cuanto a guión y despliegue visual- y esto se refleja en su escasa calidad narrativa a pesar de contar con un elenco aceptable para el convite, donde son notables las diferencias actorales por ejemplo entre Jorge Sesan o Alberto Ajaka en comparación con el resto de sus compañeros, incluida Valeria Lorca en el rol de jueza demasiado sobreactuada para el papel.
La violencia no se escatima en el registro, que no puede huir de la representación más elemental (duelo de facas, corridas por pasillos) pero la falta de ritmo en una trama con demasiados altibajos se evidencia como un verdadero obstáculo que no deja fluir dramáticamente la historia, sin dejar de mencionar una banda sonora chirriante y molesta a cargo de Alberto Quercia Lagos, que con su omnipresencia perturba la atención del espectador.
La historia de Sierra Chica y su motín sangriento era más que tentadora para convertirla en película pero a pesar de esas buenas intenciones en esta oportunidad fracasa en todos los aspectos.