La pólvora y el polvo
Los policiales son un test cultural. Cada cinematografía representa sus fuerzas del orden y al hacerlo exterioriza un imaginario, un ideal, incluyendo sus traiciones y disfuncionalidades. El bonaerense, de Trapero, por ejemplo, sigue siendo la gran película para visualizar la versión argentina de ese universo cerrado en el que los civiles son otros. MR 73 es un policial dirigido por un ex policía devenido en cineasta, una conversión impensable en nuestro medio y en otros, pero que en Francia, la patria de la cinefilia, parece posible.
La tercera película de Olivier Marchal empieza relativamente bien. El gran Daniel Auteuil, quizás la razón principal para ver este filme, es Louis Schneider, un experimentado policía de Marsella. Su personaje transmite desolación y cansancio de existir, pues algo terrible le ha sucedido y pronto se sabe: perdió a su hija en un accidente y, técnicamente, también a su mujer, aunque sigue viva. Tras blasfemar contra el Altísimo, promete darle muerte. Es un comienzo lúgubre y una explicación convincente del alcoholismo que sistemáticamente ejercita durante toda la película. Lo absurdo del mundo exaspera y la ineficacia de su demiurgo es imperdonable.
Totalmente ebrio, Schneider secuestra un colectivo con la pretensión de que lo lleve hasta su casa. Un evento desafortunado, un posible descenso en el escalafón policial, a pesar de que nadie duda de la eficacia de este agente que todavía conduce un Volvo del siglo pasado mientras sus colegas se deslizan en máquinas de acero. Schneider investiga un conjunto de asesinatos en serie. Otros tenientes también buscan atrapar a este asesino serial especializado en violar y mutilar a sus víctimas femeninas. Al mismo tiempo, otro asesino serial con cadena perpetua quizás pueda quedar en libertad. Dios todo lo puede: el homicida, aparentemente, se ha convertido al cristianismo, y su posible libertad enloquece a la hija de un matrimonio despachado por esta alma renovada. Víctima y victimario están ligados al pasado de Schneider, lo que será motivo de un “renacimiento”.
Las ideas cinematográficas de Marchal son elementales, y todo su esfuerzo por traducir estéticamente un mundo que conoce de primera mano demuestra los límites de su puesta en escena. A la decadencia de la institución policial y su corrupción oblicua le corresponde una tonalidad: todo se ve gris y descolorido, y la predilección por espacios cerrados iluminados tenuemente materializa un veredicto sobre este universo simbólico irredento.
Este modesto acierto en el retrato de una comunidad por parte de este heredero bastardo de Jean-Pierre Melville se diluye en varios desaciertos que sentencian a MR 73 a una ostensible insignificancia y al mero pasatiempo condenado al olvido: entre los flashbacks mecánicos y “en cuotas”, pintados de blanco y negro como obliga el régimen estético dominante, en los que dos personajes recuerdan la genealogía de sus respectivos traumas, una persecución inverosímil y “artística” entre policías y asesino bajo la lluvia, y el montaje cruzado pueril y barroco del epílogo, en el que se pretende sintetizar una filosofía del mundo en donde los opuestos se tocan (la vida y la muerte, la desesperanza y la esperanza, la oscuridad y la luz), Marchal devela lo rudimentario de su cine. Todo se musicaliza, todo se subraya, un bebé que nace es el contrapunto de un héroe que dispara en el nombre de la justicia, aunque esta celebración consciente de la vida sea incompatible con el nihilismo primitivo que merodea en toda la película.
Inspirada en un hecho real, MR 73, el nombre de una pistola antigua, es precisa y efectiva en su incredulidad sobre la benevolencia de los hombres y en su denuncia de las mallas de la corrupción policial. La pólvora de los revólveres es la ley del mundo. Tarde o temprano, las criaturas del mundo transmutan en polvo.