Intermitente y con precisión actoral
un anciano empieza a vivir realidades y angustias asociadas con su vejez: no puede conducir su auto, sus miedos y hartazgos florecen, su historia como inmigrante judío proveniente de la Europa del nazismo vuelve a la superficie. Las preocupaciones de su familia por su estado general, sus achaques, sus formas malhumoradas y taciturnas. El señor Kaplan necesita compañía, un chofer, un cuidador, alguien: y aparece el nada rutilante Wilson (Néstor Guzzini, tan sufrido y bonachón como en Tanta agua), un personaje al borde de la catástrofe personal. Kaplan se obsesiona con otro anciano que él considera que puede ser un nazi, de los escondidos en América del Sur. Y esto da pie a un seguimiento rocambolesco con algo de misterio.
Kaplan y Wilson son una pareja que podría haber hecho de esta película una buddy-movie -lo es parcialmente- atractiva y cabal, porque de su interacción y de su inadecuación al mundo surge lo mejor de Mr. Kaplan, como por ejemplo ese velorio que termina en huida. Pero la película es intermitente: en su ritmo, en su tono, en la precisión actoral (por momentos algunos doblajes y algunas acentuaciones en los diálogos no hacen sistema), en la oscilación de preponderancia entre los protagonistas. También en la fluidez general, que se ve afectada por flashbacks y por algunas explicaciones e informaciones un tanto directas, sobre todo al final, y en la intermitencia en la eficacia de la comicidad. Mr. Kaplan comparte cierto tono con Whisky, de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll; Norberto apenas tarde, de Daniel Hendler; La perrera, de Manuel Nieto Zas, y la mencionada Tanta agua, de Ana Guevara y Leticia Jorge, películas de diferentes realizadores uruguayos que, aun con sus notables diferencias, perfilan un tipo de humor asordinado que bien puede ser una marca, una señal de denominación de origen.