Una obra de arte digna de verse en el cine de un museo
Como corresponde, con una obra de arte se inaugura el cine de la Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes, nacido a partir de su tradicional auditorio. Esa obra de arte puede apreciarse allí como corresponde, y verla es una delicia, pero, cuidado, conviene estar predispuesto a recibir lo que ella ofrece, sin exigirle, quizá, lo que no quiere ser. "Mr. Turner", película de Mike Leigh con el inmenso Timothy Spall como protagonista, describe los años de madurez de un pintor enorme, pero no es una biografía común y corriente.
Tampoco era un tipo común y corriente Joseph Mallord William Turner, "el pintor de la luz", pero sí era bastante ordinario y poco considerado. Misántropo también, y no solo misógino. Absorto en los misterios casi metafísicos de la naturaleza, y en los intentos de trasladar a la tela esos misterios inasibles, la vida social no era lo suyo. Igual la practicaba. Igual expresaba sus afectos, con unos pocos seres queridos. La película se acerca a los tormentos, los egoísmos y las genialidades de ese pintor enorme, sin ocultar sus gruñidos y malos hábitos. No disimula su parte desagradable, pero también lo muestra fascinado tomando apuntes del natural, volcado en días de interminable trabajo frente al lienzo, descubre su búsqueda exigente, sus resultados, su alegría.
Dick Pope, habitual director de fotografía de Mike Leigh, compone maravillas acordes a la figura retratada y a su época, y las compone con criterios acordes a cada momento de la historia, a veces aludiendo sutil y sucesivamente al academicismo, al romanticismo, al impresionismo que Turner supo anticipar. Casi cada escena es un cuadro, habitado por un elenco atractivo e impecable, gobernado por un actor más feo que Charles Laughton y tan bueno como lo fue Laughton en su mejor momento, logrado por un equipo de conocedores exquisitos: Suzie Davies, Dan Taylor, Charlotte Watts, encargados de arte y producción, Jacqueline Durran, vestuarista, Peter Kersey, supervisor de efectos especiales, todos veteranos de las miniseries británicas de época.
Elogiables los diálogos, los riquísimos caracteres que acompañan su entorno, las situaciones representativas del Londres de entonces y de los conflictos de siempre, la música y los silencios, la edición, la dirección de actores, incluso el estilo narrativo, pausado, apoyado en pequeños momentos a veces sin hilván manifiesto, la evocación de famosas pinturas, como "El Temerario remolcado a dique seco". Unico defecto: la duración, de 150 minutos. Sería bueno cortarle algunas partes. ¿Pero cuáles? Todas son bellísimas.