El barro de la miseria.
MudBound: El Color de la Guerra (Mudbound, 2018) es el segundo largometraje de la directora afroamericana Dee Rees (Pariah, 2011), y si bien a primera mano tiene todo el aspecto de un móvil intencionalmente ensamblado para acumular nominaciones en plena temporada de premios debido a su temática (mejor actriz de reparto, mejor canción original, mejor fotografía y mejor guión por los Oscars), la labor actoral y un tratamiento de imagen delicado evitan con lo justo que caiga en el interminable subgénero de películas oscarizables sobre desigualdades raciales.
Lo que se cuenta es la historia de Jamie McAllan (Garret Hedlund) y Ronsel Jackson (Jason Mitchell), dos ex combatientes de la Segunda Guerra Mundial que vuelven tras el conflicto bélico a su Mississippi natal pero, al ser Jamie blanco y Ronsel Negro, sus realidades no podrían ser más dispares en un contexto sureño racista y segregador. Henry McAllan (Jason Clarke) es el hermano de Jamie y dueño de las tierras en las que trabaja la familia de Ronsel, hecho que constantemente creará tensiones y rencillas entre los clanes.
Con un registro similar al de 12 Años de Esclavitud (12 Years a Slave, 2013) pero apoyándose con mayor firmeza en el momento histórico, y sin caer tan fácilmente en situaciones brutales que sólo buscan el golpe dramático de efecto, Mudbound hace un buen uso de la multiplicidad de voces de sus personajes para dar vida a la adaptación de la novela de Hillary Jordan.
La fotografía se adueña de los tonos marrones, y junto con la dirección de arte conforman este espacio donde se respira un clima opresivo; en cada fotograma se percibe un aire ominoso que lamentablemente resulta spoileado de modo tosco por una secuencia inicial que entrega demasiada información sobre el decantadísimo desenlace.
Mary J. Blige se luce poniendo su voz al tema principal del film -“Mighty River”, nominado al Oscar- pero se luce aún más como la madre del clan Jackson, en un registro a lo Viola Davis, entregando los momentos más sólidos dentro de un relato en el que todos los intérpretes tienen la oportunidad de lucirse en medio de peleas, discusiones, golpes, actos xenófobos e ingesta sostenida de alcohol. La excepción es Carey Mulligan, a quien hemos visto repetir estos personajes de mujer sometida ante un marido dominador, siempre anhelando que su realidad fuera otra, y regalándonos una performance harto repetitiva.
Siendo esa clase de película que parece poseer el timing perfecto para hacer su aparición en cartelera cuando despunta la temporada de premios, Mudbound es un film con méritos suficientes para estar a la altura, pero probablemente su mayor desafío sea comprobar si su historia es una que logrará perdurar en la memoria de los espectadores cuando se enrolle la última alfombra roja del año y las estatuillas se hayan acomodado en los estantes de los ganadores.